Wancho Lima, Puno


Una increíble historia que se hizo muy creíble cien años después 


1

Hace un año viajé a Puno con la intención de documentarme para un proyecto que comenzaba a investigar. Para entonces llevaba unos meses reuniendo información sobre el asunto, leyendo lo poco que había en la prensa limeña de entonces y lo que escribieron, después, desde Mariátegui hasta José Luis Ayala, un viejo vecino de Huancané ―59 kilómetros al noreste de Juliaca― que ha dedicado buena parte de su vida a investigar y narrar aquellos hechos que se habían convertido en mi nuevo empeño.

Cuadré mis cosas, compré pasajes con anticipación, armé una agenda que me llevaría a recorrer bibliotecas, archivos y, lo más importante, los escenarios donde 99 años atrás se llevó a cabo uno de los episodios más extraordinarios y, a la vez, poco conocidos de la historia nacional. Tenía el tiempo justo: debía estar de regreso en Lima el sábado 16 de diciembre para acompañar a mi hija en su graduación escolar. Es decir, tendría que volverme el mismo día del aniversario de la masacre de Wancho Lima.

2

El cuento no tiene un inicio claro, los campesinos de las comunidades altas de Puno han sufrido explotación y rapiña desde muy temprano en la Colonia. Pero como todo relato debe empezar en alguna parte, los antecedentes podrían llevarnos a la insurrección que, casi sin proponérselo, encabezó el viajero y expolítico Juan Bustamante durante unos días entre 1867 y 1868; continúa con las comisiones de mensajeros que enrumbaban a Lima a denunciar los abusos ya durante el gobierno de Manuel Candamo a inicios del siglo XX; para llegar al antecedente más próximo, la sublevación de Teodomiro Gutiérrez Cuevas, el mítico Rumi Maqui, un militar que terminó abrazando la causa indígena contra el gamonalismo en 1915. (Todos estos acontecimientos ―cada uno carne para una novela feroz y surreal― pueden avistarse, junto con un resumen de esta cronología del expolio, en el estupendo La batalla por Puno de José Luis Rénique). A lo largo de este arco temporal se dieron incontables episodios de violencia, refriegas grandes y pequeñas; se derramó mucha sangre, se acumuló mucho dolor.

La segunda llegada al poder de Leguía se revistió de un aliento autoctonista que incluyó un hasta entonces inédito reconocimiento de las comunidades indígenas en la Constitución de 1920 (que luego Velasco cambiaría por “campesinas”), pero que, en la práctica y con el paso del tiempo, demostró ser solo demagogia. Además, los campesinos siguieron siendo despojados de sus tierras durante las décadas siguientes con el avance de las haciendas. Antes de saberse fruto del engaño, sin embargo, un día se presentó ante ‘Wiracocha’ un líder aimara llamado Carlos Condorena. 

Condorena, anarcosindicalista fogueado que había sido alumno de las universidades populares creadas por Mariátegui tras su regreso al país, se entrevistó con Leguía denunciando los vejámenes y robos que sufría su pueblo por parte de los mistisaltiplánicos, que se hacían de grandes zonas y ganado lanar que no eran suyos con triquiñuelas y balas. Confundido o engañado volvió a su tierra creyendo recibir el apoyo del gobierno, y con un grupo de sus paisanos decidió fundar la República Aimara Tahuantinsuyana, cuyo centro político sería Wancho, una pequeña localidad aledaña a Huancané. Con un plano de la ciudad de Lima como referencia diseñaron su propia capital, a escala: aquí la casa de gobierno, acá la iglesia, más allá la escuela bilingüe, la comisaría, el local comunal. De ahí el nombre de Wancho Lima. Se distribuyeron funciones, se comenzó a planear el futuro, las leyes y la defensa de su territorio y su derecho a ser. En realidad, los lugareños no buscaban una secesión en estricto. Anhelaban respeto y legitimidad. Eligieron a Carlos Condorena como presidente.

Este país imaginario duró menos de lo deseado, como los sueños felices. Al cabo de unos meses la tensión crecía, los matones de los gamonales comenzaron a hostigar a los independientes. Condorena volvió a Lima para pedir ayuda a Leguía, pero este, advertido desde hacía tiempo de lo sucedido, no lo recibió. Más bien, muy probablemente autorizó ―o incluso ordenó― el infierno que los terratenientes le habían ido a reclamar. Mientras Condorena aún estaba en la capital nacional desembarcaron en el puerto de Vilquechico unos 400 soldados quienes, sumados a los matones, masacraron a los habitantes de Wancho Lima, destruyeron la ciudad, arrasaron con todo. No se sabe el número de asesinados con certeza, pero se calcula en dos mil.

3

Aterricé en Juliaca cuatro días después del insensato golpe de Estado de Pedro Castillo. El fin de semana habían comenzado las reacciones ciudadanas en el sur, pero nada me hizo suponer lo que estaba por pasar. Pronto me di cuenta de que me sería imposible llegar a Puno, así que antes de que fuera demasiado tarde tomé un colectivo hasta Huancané, y ahí conseguí un chofer que me llevara a Wancho. Recuerdo que llovía mucho, que un sol de níquel de proyectaba en los cerros, que no había vida en el camino. Que hasta las queñuas parecían secas bajo el agua. Todo resultó una premonición.

Wancho Lima era la capital fantasma de una república fantasma.

Ni un alma, al menos visible. Solo ruinas, huellas de destrucción, murales casi despintados. Los despojos.

Pocas veces, en realidad no sé cuándo, sentí tal sensación de peso en el pecho, de caída hacia adentro.

De regreso a Juliaca y con mucho esfuerzo conseguí comprar otro pasaje a Lima, adelantar mi regreso.

El miércoles 14 de diciembre, antes del amanecer y del inicio del paro programado, estaba ya en el aeropuerto Inca Manco Cápac “de Juliaca”. Al cabo de unas horas todos ahí comenzamos a oír los gritos, cada vez más cerca. Cuando olí el humo supe que ese día no me subiría a ningún avión. Ni ese ni los siguientes.

Lo que ocurrió ahí casi un siglo después de la masacre de Wancho Lima lo sabemos todos, lo recordamos muchos, lo repudiamos ya menos peruanos. Es el eterno retorno. Es la misma condena.

Quizá retome el proyecto. Quizá no. Desde entonces y hasta ahora me sobrepasa. 


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