Vivian Maier, la fotógrafa en cuestión*


El retrato de una genio que estuvo a punto de ser olvidada


Suponga que posee un don. Cualquiera. Suponga que es muy bueno en algo, pero de verdad: que es capaz de pintar como Picasso, de jugar tenis como Federer, de escribir como Balzac. Así de grande es su talento. Imagine que se dedica por décadas a ejercerlo, hasta alcanzar la maestría. Lo normal —diríase lo natural— sería que trate de darlo a conocer al mundo, de contribuir al crecimiento de su disciplina, de recibir el reconocimiento de los demás; intentar, por qué no, vivir de él de la mejor manera posible. ¿No tiene los recursos para practicarlo y darlo a conocer? No importa: su brillo es tal que bastará hacer un mínimo esfuerzo de divulgación, pues no faltará quien lo avale y ayude a difundirlo y ganar dinero con él. Se lo pelearán los promotores, los mánager, los empresarios. Todo ello es lo que cualquiera haría, lo que usted haría, ¿no es verdad? Los demás lo aceptaríamos incluso agradecidos. 

Pero usted no es Vivian Maier.

Usted no es una artista genial que se ha pasado al menos tres cuartos de vida tomando decenas de miles de fotografías que son como pequeños milagros perfectos; que capturaron las ciudades donde residió, sus personajes, sus glorias y sus miserias con una exquisitez deslumbrante, con una sensibilidad que desconcierta o conmueve o las dos cosas a la vez. Que se ha dedicado a ocultar su habilidad ocultando su cámara y ocultándose usted misma. Que no pudo o no quiso darla a conocer a nadie. Que nunca se detuvo y, sin embargo, escogió ganarse el pan cuidando niños ajenos antes que recibiendo fortunas o likes por ello.

Usted no es Vivian Maier y si no fuera por una serendipia, nadie lo sería, y ella y su fabuloso legado se hubieran terminado disolviendo en el éter. 

Vivian

Casi tan fascinante como su arte es el misterio que rodea su existencia, un gran signo de interrogación cuyo arco duró 83 años. 

Vivian Dorothy nació en febrero de 1926 en Nueva York, aunque si le provocaba decía que lo había hecho en París, en Alsacia, en alguna parte de Austria, en Hungría. Sus padres fueron judíos exiliados y se apellidaba Maier, pero también podía firmar de todas las maneras posibles su apellido: Meier, Mayer, Meyer, etc. Siempre simuló un dejo francés. Su padre la abandonó siendo muy pequeña, y durante un tiempo María Jaussaud, su madre, vivió con la fotógrafa y escultora Jeanne Bertrand, ella misma enigmática y genial: resulta tan obvia la influencia de la surrealista Bertrand sobre Maier como gaseosa la relación que aquella sostuvo con María. 

Eso es casi todo lo que se sabe de sus primeros años. De hecho, el primer hito que se tiene es un grupo de fotografías tomadas en la campiña francesa en 1949, a sus 23 años. Todo indica que fue autodidacta y que su amateurismo resultó una opción plenamente consciente. Estuvo un tiempo más en Nueva York, y en 1956 se trasladó a Chicago, donde residió casi el resto de su vida: salvo unos pocos viajes a Francia, tuvo un paréntesis importante en 1959 cuando recibió un dinero —misterioso, claro— que le permitió un recorrido de nueve meses: estuvo en Italia, Egipto, Bangkok, Vietnam, Tailandia, Taiwán, Indonesia, Brasil, China, Chile, México… todo, que se sepa, sola. Ella y su cámara, siempre al cuello. Un perro muerto: clic. Un borracho: clic. Una mujer fabulosa mirándola de frente: clic. Un paisaje nocturno, un bebe llorón, una joven prostituta: clic, clic, clic. Ella misma, a través de un espejo roto, proyectándose y a la vez multiplicándose en miles de partículas. Clic. 

El resto de su vida fue niñera. 

Esta elección parece tener una lógica rara, pero lógica al fin: se trataba de un trabajo no muy demandante que le procuraba también casa y comida, menos cosas en las que pensar. Además, hizo suyo en cada lugar de trabajo ese anhelo de Virginia Woolf, que reclama para las mujeres una habitación propia, un espacio íntimo donde explayarse y producir. La paradoja de lo universal entre las cuatro paredes de un dormitorio. 

Ser ama —nana, aya, institutriz— le permitía a Maier, además, realizar lo que parece que eran sus ocupaciones favoritas y complementarias: caminar (a los chicos había que sacarlos a pasear), mirar a su alrededor y tomar fotos. Los niños que cuidó —hoy adultos— y sus empleadores —los que aún viven, hoy viejos— recuerdan su aspecto, altísima, pelo corto o tratado con desdén, sacos gruesos, vestidos de segunda, zapatones: parecía lucir un guardarropa de los depósitos del Ejército de Salvación. Caminaba dando trancazos, estirando los brazos, como si marchara. Parecía tener ideas de izquierda, ser feminista, liberal. Asexuada: nunca habló de su vida, pero algunos sospechan experiencias traumáticas. No se le conocieron parejas ni hijos. Era una persona excéntrica, que es una forma de decir que parecía un poco chiflada. Eso seducía a los chiquillos, con quienes, al menos al principio, se llevó bien: disfrutaba sus excursiones como de aventuras, mientras la esperaban que, plantada en una esquina, fotografiase un chulo, una vitrina, un viejo. 

Llevaba una Leica de 35 milímetros para sus fotografías en color, una filmadora de 8 mm para pequeña películas documentales —vivía obsesionada con la crónica roja, y una vez recreó los últimos espacios vividos por una joven madre y su pequeño asesinados—, pero, sobre todo, su herramienta preferida fue una Rolleiflex, una cámara de formato medio que, además de la gran calidad de sus resultados, tiene una peculiaridad: la disposición de sus lentes gemelos obliga a mirar el objetivo desde arriba, simplemente doblando el cuello y viendo a través de esta caja que se lleva a la altura de la barriga. Cuando se adquiere destreza, a veces hasta se puede calcular el resultado sin agachar los ojos. Al no confrontar directamente al objetivo como si se le disparase con un arma, permite al fotógrafo mayor discreción. Ideal para alguien como Maier. 

Con el paso de las décadas y de las familias, sin embargo, esta versión de Mery Poppins comenzó a trastornarse de verdad. Hay quienes la acusan de malos tratos, de cierta crueldad. Todo lo que tenía de tristeza y de oscuridad se dejó ver más abiertamente. Asimismo, sus extravagancias derivaron, por ejemplo, en un evidente síndrome de Diógenes, una manía acumulativa que la obligaba a vivir rodeada de torres de periódicos, papeles, comprobantes, ropa, recuerdos de todo tipo, cachivaches, y miles y miles de rollos de película fotográfica… sin revelar. Así pasó sus últimos años: pobre, acompañada solo de adefesios y de sus imágenes maravillosas contenidas en frasquitos cilíndricos. 

Maloof

Se dice que los verdaderos genios acaban siendo reconocidos, que su valor termina abriéndose paso por una especie de justicia poética e histórica. Nada más falso. Si hoy el mundo reconoce la obra de Vivian Maier —y la pone ya mismo al lado de los trabajos de Robert Frank, Diane Arbus o Helen Levitt— es por pura casualidad. Realmente fue casi un milagro. 

La historia es así: en el 2007, un jovencísimo historiador llamado John Maloof estaba preparando un libro sobre su comunidad, en Chicago, cuando, siguiendo una tradición familiar, terminó en uno de esos remates, hoy tan celebrados en reality shows, donde la gente compra cajas y baúles sin conocer su contenido real. Maloof pagó 380 dólares por uno lleno de películas sin revelar y negativos. Llegó a su casa, tecleó en Google “Vivian Maier” y el oráculo le devolvió cero resultados. Vio que las fotos estaban bien, pero que no le servían mucho, y dejó todo más o menos en su sitio hasta que terminó su libro. 

Luego, tratando de recuperar el dinero invertido, reveló y subió a su blog algunas de esas fotos para ponerlas en venta. Y fue entonces que saltó la liebre: comenzaron a escribirle críticos y expertos para preguntarle de dónde había sacado esas joyas, quién era realmente esa fotógrafa, si se trataba de un seudónimo, dónde estaba el truco (porque nadie, ya se dijo, concibe que un talento así permanezca en el cuarto oscuro); y, sobre todo, qué hacía Maloof malbarateando aquel tesoro. 

John Maloof, quien ha demostrado tener, además de mucha suerte, también un don (para aprovechar las oportunidades de negocio) se puso en acción. Compró el otro resto de material de Maier que existía en el garaje por otros cientos de dólares y, dos años después, cuando volvió a buscarla en Internet, se dio con la sorpresa de que sí había existido tal persona: se topó con su obituario, acababa de morir. Fue así que se puso en contacto con la última familia que la tuvo consigo, y se llevó todo un depósito de cosas suyas, fotos y el embrollo portátil que había sido su vida. 

El resultado: había encontrado al menos 120 mil fotografías, de las cuales apenas una pequeñísima parte había sido revelada. Presentó el proyecto a grandes museos para que invirtiesen en el trabajo de ponerlo en valor, y estos elegantemente declinaron (la carta de respuesta del MoMA quedará en los anales de las grandes torpezas de las que se arrepentirán siempre), por lo que Maloof se dedicó, él mismo, a la empresa de procesar, difundir y lucrar con el material.

Localizó a la mayor cantidad de familias con las que Maier trabajó y quienes no tenían idea del talento que vivía bajo su techo, viajó mucho, y con ello, y con su propia experiencia, grabó un documental (Finding Vivian Maier). Ahí sí la cosa estalló. Hoy la obra de Maier se aprecia en museos y galerías del mundo entero, se va de gira por todo lo alto, se difunde a través de libros y de las redes sociales. 

De cada una de las fotografías se crea una serie limitada, y el precio mínimo de cada ejemplar es de unos 2.500 dólares. Y son —por si el dato no ha quedado claro— unas 120 mil. Maier no dejó herederos, y actualmente hay un pleito con un primo francés lejano, pero toda parece indicar que Maloof —quien, por cierto, también se ha vuelto fotógrafo— seguirá siendo quien detente este tesoro artístico comercial. 

Vivian Maier terminó en un departamento pagado por cuatro hermanos compasivos que fueron sus niños. Pasaba las tardes sentada en el mismo banco de Oak Park, frente a un lago. A veces la veían rebuscando la basura. Un mal día se cayó, se quebró algunos huesos, la pusieron en un asilo, y murió en abril del 2009. Nunca sabremos por qué escogió el silencio, por qué reveló tan poco y amplió aun menos, por qué nunca se mostró al mundo si el mundo la seducía. O si le bastaba con las imágenes latentes, como aquellos artistas que ven el cuadro antes de pintarlo. Tampoco sabemos qué hubiera pensado o sentido de saber el éxito que su trabajo tiene hoy, lo trendy que se ha convertido, la cantidad de dinero que genera. Quizá nos tomaría un retrato con nuestras caras de incredulidad o cinismo. 

O simplemente nos mandaría a todos a la mierda. 

*Este texto fue publicado en el cuarto número (marzo de 2022) de la estupenda revista huancaína Polirritmos. El autor echa mano de él y lo vuelve a reproducir porque se halla en cama, afiebrado, víctima de algún virus satánico.


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2 comentarios

  1. Rosa Elvira Chigne

    Que historia tan facinante ! Gracias por compartirla…como muchos genios, pasa, que no llegan a ver el destino de sus obras..

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