Una gran maldad ha sido liberada


La más reciente ejecución en Estados Unidos nos interpela sobre qué mundo le dejaremos a nuestros descendientes


Imaginemos una familia disfuncional, donde el padre es un ególatra que sabe comportarse como un canalla y uno de los hijos tiene un serio problema de conducta. Un día el chico golpea a uno de sus hermanos. El padre decide castigarlo y lo encierra en su cuarto por tiempo indefinido. Finalmente llega una noche, después de semanas, en que el padre convoca a todos en la sala, saca al malcriado de su cuarto y, como escarmiento (y admonición al resto), lo golpea. 

Así es más o menos como opera la pena capital.

Después de casi tres décadas de espera en el corredor de la muerte, el pasado jueves 25 de enero fue ejecutado en Alabama, Estados Unidos, Kenneth Smith, un hombre de 58 años encarcelado desde 1988 por su participación en el asesinato de una mujer.

En resumen, la historia del crimen es como una de tantas que se condensaban en media hora de programación de Investigation Discovery: un predicador con amante y muchas deudas compra un seguro de vida y pacta con un tipo para que liquide a su esposa. Este también evita ensuciarse las manos y, a su vez, subcontrata a dos pobres diablos, uno de ellos Smith, entonces de solo 22 años. 

La señora fue encontrada en la sala de su casa con ocho cuchilladas en el cuerpo. La policía hizo su trabajo y cercó al marido, quien terminó por confesarlo todo para luego suicidarse. Al mediador lo condenaron a cadena perpetua. Sobre la autoría material, nunca se probó que Kenneth Smith hubiera apuñalado a la víctima ―lo que tampoco lo exime de culpa―, pero, al principio, fue condenado también a perpetua. Sin embargo, pese a la decisión del jurado, un juez lo sentenció a muerte en 1996. Su cómplice, y acaso el único matador, fue ejecutado en 2010.

Si bien la pena de muerte va siendo erradicada del mundo como muestra de civilización ―en los últimos 20 años más 50 gobiernos la han abolido―, se sigue practicando en 55 países, entre ellos Siria, Corea del Norte, Irán, Libia, Sudán… y Estados Unidos, donde se ejerce ininterrumpidamente desde hace cuatro siglos, al menos hoy, en la mitad de sus estados. Lo extraordinario del caso de Kenneth Smith, lo que lo ha convertido en noticia mundial y recalentado el debate, fue la manera en la que la justicia de Alabama ha acabado con su vida. 

Antes, un punto que no hay que perder de vista: en teoría, la pena de muerte se aplica como castigo proporcional al delito cometido y a un individuo que, por la perversidad de sus fechorías, no debe ni merece vivir entre los hombres. En ningún caso debe implicar dolor: al poder no le corresponde cebarse del sufrimiento de un indefenso. Por eso la tortura está prohibida en todo el planeta desde hace mucho.

Muy al margen de los condenados cuya inocencia se comprobó post mortem, yo creo que ningún Estado debería arrogarse el derecho de eliminar ciudadanos como una forma de escarmentar a los que eliminan ciudadanos. Una justicia abusiva no es justicia, sino venganza.

La condena, tras larga espera, le llegó a Smith, y en noviembre pasado debió morir tras recibir una inyección letal. (Por supuesto, resulta pertinente preguntarse aquí si hay coherencia en el hecho de encarcelar 36 años a un hombre para luego matarlo; si no es una crueldad en sí misma, y, por último, una estupidez). Sin embargo, en aquella ocasión ocurrió lo impensado: el verdugo no halló una vena en la cual aplicar la dosis letal, por lo que el evento tuvo que posponerse.

Para entonces ya a alguien se le había ocurrido un nuevo método para acabar con los condenados: la hipoxia por nitrógeno. El aire que respiramos está compuesto principalmente de nitrógeno, oxígeno, un combinado de argón y otros gases y agua. Sobre todo los dos primeros son esenciales para existir. Hipoxia es el nombre de la deficiencia de oxígeno en células, sangre y tejidos orgánicos. Si es muy severa, estos mueren. Así, el procedimiento es tan simple como macabro: solo se le coloca al preso una mascarilla y se le obliga a respirar nitrógeno puro.

Un grupo de expertos de las Naciones Unidas había advertido que la asfixia con nitrógeno violaría la prohibición de la tortura establecida en una convención internacional de la que Estados Unidos es parte, pero eso parecía ser lo de menos. El método nunca antes había sido probado, y, sin embargo, tres estados de Norteamérica aceptaron aplicarlo de inmediato. A Kenneth Smith le tocó inaugurarlo.

Las autoridades señalaron que sería un final indoloro y eficaz, que Smith perdería la conciencia antes de los 30 segundos, que sería como un último sueño. Poco antes de morir, ya con el respirador sobre el rostro y frente a los testigos, dijo esto: “Esta noche Alabama hace que la humanidad dé un paso atrás”. Acto seguido abrieron la válvula. Luego su cuerpo convulsionó durante cuatro minutos. Por cinco más mantuvo una respiración agitada, hasta que terminó todo. El guía espiritual que lo acompañó durante el proceso, que ha asistido antes a media docena de ejecuciones y que estuvo presente dijo que fue lo más espantoso que vio jamás. “Una gran maldad ha sido liberada”, dijo. “Tenemos que hacer todo lo posible para que esto no vuelva a pasar”.

Son tiempos oscuros, lo sabemos bien. Hace poco le pregunté a un amigo muy querido que ha sido padre recién cómo así decidió serlo; hoy en día, y ante las perspectivas, yo me lo pensaría mucho. Y después de meditarlo un rato, me dijo algo así como que ser papá le significa una forma de resistencia, de prueba de fe, de responsabilidad humana. Creo que Yushi me quiso decir que ante más desolación ―más gritos, más locura, más sombras― nos queda enfrentar el destino con la cara al sol; que únicamente la compasión y la ternura ―que son vida― nos salvará de esta tormenta.

Y solo así la muerte no tendrá dominio.


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