Ensayos, novelas, exposiciones ponen por fin en valor a Gerda Taro, la primera fotógrafa de guerra
La imagen más famosa, el ícono de la guerra civil española, fue tomada el 5 de setiembre de 1936 en un paraje rural de Cerro Muriano, Córdoba. Muestra el momento en que un combatiente del bando republicano es herido de muerte. Más allá de su valor propagandístico, se trata de una fotografía de gran dramatismo: aunque ligeramente desenfocada, capta al hombre en plena caída, el gesto adolorido, las piernas comenzando a doblarse, el fusil a punto de salir despedido de su mano derecha. Es el instante mismo en que la vida dejará el cuerpo, y este se convertirá en solo una cosa. El segundo en que el miliciano pasará de ser a no ser. La foto es llamada de varias maneras, sobre todo así: ‘El miliciano’.
Sabemos con certeza lo que muestra, pero no mucho más. No sabemos, por ejemplo, el lugar exacto donde fue tomada. Ni a qué hora. No sabemos quién es el hombre que cae (por mucho tiempo se creyó que era un anarquista llamado Federico Borrell, aunque parece que se trataba de otra persona). No sabemos siquiera si es real, en el sentido de que existe sólida evidencia forense que rebate su veracidad: claro que vemos un hombre muriendo, pero quizá sea solo una pantomima. Por último, no sabemos quién la tomó.
Es decir, la tomó Robert Capa. Pero Capa ―quizá el mejor fotógrafo de guerra de siempre― no era una persona real; es más, al principio ni tan solo era un individuo. Eran dos, un hombre y una mujer, una pareja. Se ha dado por hecho que fue él quien retrató al guerrillero, pero hay quienes sospechan que pudo ser ella. Ella se llamaba Gerda Taro, aunque, claro, ese tampoco fue el nombre con el que nació. Sabemos con toda certeza que este era Gerta Pohorylle; que entonces, con 26 años, se había convertido en la primera fotorreportera de la historia, y también la primera en morir en un campo de batalla, diez meses después. Sabemos también de su leyenda, de su coraje, de la conmovedora potencia de sus fotografías.
*
Gerta Pohorylle nació en Stuttgart en 1910, cuando la ciudad aún formaba parte del Imperio Alemán. Sus padres eran judíos, polacos, progresistas, burgueses con ideas de izquierda. La chica, instalada con su familia en Leipzig, fue a buenos colegios, jugaba tenis, comenzó a fumar siendo una adolescente. Era una muchacha inquieta y sofisticada, de carácter fuerte. Le gustaba bailar y decir lo que pensaba. Ello le valió su primera reclusión. Con el ascenso al poder del nazismo, se marchó con una amiga a París.
(Hay vidas que parecen avanzar al encuentro de la predestinación, que les pone en puntos fijos del camino la vocación, el amor, la oportunidad y hasta la muerte. La de Gerta, por ejemplo).
En París, trabajó como au pair, traductora y mecanógrafa del psicoanalista René Spitz. Muy pronto, la joven rubia, bajita y atractiva se dejó seducir por el ambiente bohemio y antibelicista que se vivía en los bulevares y las terrazas de las brasseries, donde una noche de setiembre de 1934 conoció a un novel fotógrafo húngaro llamado Endre Ernö Friedmann. Este también era judío y de izquierda, no llegaba a los 21 años ―tres menos que ella― y era bastante guapo. De inmediato, sin tiempo de darse cuenta, estaban enamorados.
Mantuvieron una relación tan intensa como liberal, entre fiestas y mítines políticos. Enérgica y sinérgica: él buscaba cachuelos y ella se encargaba de arreglarle las cuentas, de administrarle la existencia. Ella le enseñaba idiomas y buenas maneras, y él los rudimentos de su oficio, que la chica aprovechó con su aplicación de siempre, a tal punto que para 1935 ya tenía trabajo en la agencia Alliance Photo. Poseía un talento innato, que el poeta José Bergamín reconoció cuando dijo que era “una cazadora de luz”.
Endre mantenía sus colaboraciones en diversas revistas de sesgo socialista, pero entre ambos seguían ganando poco, y fue así que ella tuvo una ocurrencia como un flash: inventaron un fotógrafo estadounidense llamado Robert Capa ―que les sonaba a Frank Capra―, un tipo tan prestigioso y cotizado que recibía encargos solo a través de sus agentes, casualmente, Gerta y Endre. Desde ese momento no solo les comenzaron a llover las comisiones, sino que pudieron cobrar tres veces más que siendo solo ellos mismos.
La farsa duró poco, pues el mundo de los periodistas siempre ha sido chismoso, y se sabe que los gitanos no se leen las manos entre sí. No le importó a nadie que ambos fueran Robert Capa, que firmaran indistintamente su trabajo con ese alias, y que, acaso, la única forma de reconocerlos fuera por el formato de sus fotografías: Endre solía usar una Leica, que le permitía movimiento y resultaba en imágenes horizontales; y Gerta prefería la Rolleiflex, de 6×6, con sus postales cuadradas. Además, pronto llegaría el real momento de la verdad: el 17 de julio de 1936 estalló la guerra civil española, y la pareja de aventureros, comprometidos emocional y políticamente, llegaron a Barcelona dos semanas después.
*
Luego estuvieron en Madrid y Andalucía (donde se tomó la foto del miliciano), siguiéndole el paso, sobre todo, al ejército republicano. Y sucedió entonces lo inevitable, que entre los viajes relámpago que debían hacer a París y las distintas comisiones que el conflicto exigía, comenzaron a separarse, al menos profesionalmente. Es cuando Endre se quedó para sí con el seudónimo de Robert Capa, y Gerta terminó llamándose Gerda Taro ―que le sonaba a Greta Garbo―. Él vivirá dos décadas más y será recordado por la historia. Ella no.
Gerda Taro tomó y despachó cientos de imágenes, sobre todo a las revistas Vu y Regards. Asumiendo esa sentencia de Capa convertida en máxima de los reporteros de guerra ― “Si tus fotos no son lo suficientemente buenas, no estabas lo suficientemente cerca” ―, retrató en Barcelona a los niños entre las barricadas y a las mujeres preparándose para combatir, a los campesinos del frente de Aragón, la vida desesperada de los cordobeses, el cerco de Madrid y sus huérfanos, la batalla de Guadalajara, a los heridos de Valencia, el frente de Segovia. Sus fotos, de técnica impecable, son audaces, tristísimas y gloriosas, radiantes y desgarradoras, siempre en movimiento, siempre al lado de los que pierden, de los que lo pasan peor.
El 24 de junio de 1937, Taro y Capa se vieron por última vez. A principios de julio ella viajó a un congreso de escritores en Valencia, donde estuvieron, entre otros, César Vallejo ―existe la leyenda de un posible retrato―. De ahí partió a cubrir la batalla de Brunete, y fue durante una retirada en desbandada que se subió al estribo de un auto. La aviación falangista volaba bajo bombardeando la zona, el auto reculó, Gerda Taro cayó a tierra y fue atropellada por un tanque. La madrugada del 26 de julio de 1937 pidió un cigarrillo cuando trataban de operarla sin anestesia en un hospital de El Escorial. Murió antes de terminarlo, mientras Capa la esperaba en París para celebrar juntos su cumpleaños 27.
Robert Capa construyó a pulso su leyenda. Estuvo donde la acción lo reclamó, como en el desembarco de Normandía. Creó la agencia Magnum, vivió mil aventuras y estuvo con muchas otras, pero siempre dijo que Gerda Taro había sido la mujer de su vida. Murió en mayo de 1954 tras pisar una mina en Vietnam.
Entonces sí se fundieron en uno solo.
¡Suscríbete a Jugo y espía EN VIVO cómo se tramó este artículo! Nuestros suscriptores pueden entrar por Zoom a nuestras nutritivas —y divertidas— reuniones editoriales. Suscríbete haciendo clic en el botón de abajo.