La época de Época 


¿Las mudanzas de negocios en nuestra ciudad no nos ocultan tendencias siniestras?


Durante algunos años viví y trabajé a unos metros de una librería que gozaba de una ubicación estelar en Lima. Era la tradicional librería Época, en el distrito de Miraflores, y los rostros de los autores más conocidos solían ser promocionados en su gran ventanal que daba a la calle.

Hace no mucho volví a pasar por allí y me topé con que ahora el lugar está ocupado por una enorme farmacia. La librería se ha mudado al lado y ahora es un comercio mucho más modesto, apretado entre una tienda de conveniencia y —esto es difícil de creer— una sucursal más pequeña de la cadena de farmacias que la ha desplazado. Al par de la sorpresa, caí en cuenta, más que nunca, de una gran obviedad: que las ciudades exhiben en su oferta comercial a qué tipo de sociedad representan. También constaté que la capital peruana que hoy me acoge es muy distinta de la que me recibió cuando volví a ella siendo un adolescente en los años 80. Para empezar, por entonces, en nuestras ciudades solo podía haber farmacias a cada 200 metros. 

Desde ese día me he estado preguntando a menudo ¿qué impresión me llevaría de Lima si hoy la conociera por primera vez? ¿Qué tipo de ciudad nos han dejado más de treinta años de apertura económica con un Estado que ha preferido flotar en la marea en vez de vigilar en la caseta? ¿Qué piensan los visitantes cuando ven nuestro exceso de farmacias, hoteles al paso y casinos cegadores? Tal vez piensen que los peruanos —o más exactamente los limeños—  somos personas que nos enfermamos mucho, que practicamos con vehemencia los amores clandestinos y que apostamos a las probabilidades lo que no podemos conseguir con la planificación. Algunos, más agudos, quizá vean en esa multiplicación de casinos y hoteles las fachadas más adecuadas para que el dinero en efectivo que proviene del narcotráfico, la minería ilegal y la tala indiscriminada se mezcle en el tambor de una máquina lavadora con los billetes de los ciudadanos compulsivos que apuestan con la venia de un santo y con el de las parejas que no quieren dejar un rastro en sus estados de cuenta. Lo más seguro es que los arreglos entre esos empresarios de la ilegalidad y las autoridades que entraron en política para lucrar en vez de servir nos estén demostrando en los letreros luminosos, en la publicidad y en los patrones de consumo las consecuencias de sus pactos; pactos a los que, lamentablemente, nos vamos acostumbrando sin chistar: si algunos ciudadanos en los años 90 arrugaban la frente al ver que las cerveceras patrocinaban algunas camisetas de la liga de fútbol, ¿no debería escandalizarnos mucho más que las casas de apuestas lo estén haciendo ahora descontroladamente? Otros transeúntes, como quien escribe —y aquí debo transparentar mi parcialidad, pues mi padre fue dueño de una farmacia con mostradores de caoba y vidrio, y una sensible balanza que pesaba miligramos en la trastienda—, tal vez interpreten esta multiplicación de farmacias como consecuencia de la ambición corporativa de nuestro tiempo, en el que las grandes empresas practican integraciones verticales y horizontales para, por ejemplo, tener peso gravitatorio en la clínica en la que te atiendes, en el seguro con el que financias tu atención médica, en las farmacias en las que comprarás las medicinas y hasta en el laboratorio que las produce. O, tal vez, esta explosión de farmacias sea también el síntoma de que nos hemos convertido en una sociedad de la automedicación, puesto que los servicios públicos de salud son percibidos como trituradores de la paciencia, y los privados, como prohibitivos para la gran mayoría.

No es casual que el cambio de una librería emblemática por una farmacia de cadena me haya llevado a escribir estos párrafos. La compra que hubo en nuestras ciudades de los cines de barrio por parte de iglesias evangélicas escondían un flujo de capitales y de ideas conservadoras que hoy inciden en nuestras políticas públicas: el hecho de que ahora estemos cambiando el expendio de libros por el de medicinas debería interpelarnos mucho, pero mucho, sobre qué tipo de sociedad estamos consintiendo tener.


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1 comentario

  1. Una visión miraflorina de Miraflores!
    Parodiando a Raimondi podemos asegurar que Miraflores está más cerca de Barcelona que de Llanavilla!

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