Oriente, España y unas bodas


Cuando los compromisos sociales ponen a prueba nuestra capacidad para dialogar


En estos días de enfrentamientos, medias verdades y posiciones contrapuestas corremos el inmenso riesgo de perder la capacidad de seguir dialogando. Los conflictos que atestiguamos han llegado al extremo de deshumanizar a muchos y esto nos pone ante una situación particularmente compleja porque en el momento en que dejamos de considerar que todos somos iguales y con el mismo derecho a existir, perdemos de vista lo más importante.

Esto sucede en el Oriente cercano, donde desde hace más de un mes los muertos y heridos de ambos lados se apilan. No podemos olvidar el horror de la masacre del 7 de octubre perpetrada por Hamas en Israel, ni que en Gaza siguen secuestradas cientos de personas, entre ellas niños como las hijas de Maayan Zin, quien escribió ayer esta súplica por sus hijas de 8 y 15 años. Sin embargo, tampoco podemos ver con indiferencia la matanza de miles de personas en la franja de Gaza: van más de tres días de enfrentamiento en el hospital y los cuerpos de por lo menos dos de los secuestrados han aparecido allí, entre cientos de palestinos. 

La guerra es el momento donde la habilidad de encontrar soluciones por medio del diálogo se pierde y la historia está repleta de ejemplos de situaciones en que no ha existido otra posibilidad que tomar las armas porque se han extinguido todos los otros caminos. Esto fue lo que sucedió cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, porque a pesar de todos los esfuerzos de Neville Chamberlain por evitar un enfrentamiento que nadie quería, fracasó porque sus contrapartes, los nazis, tenían claro que la única manera de proceder era tomar territorio, primero Austria y luego Checoslovaquia. Esto se pasó por alto con la justificación de que se trataba de poblaciones alemanas, pero este argumento se volvió insostenible tras la invasión de Polonia; entonces las palabras no sirvieron más.

En España hemos visto en esta semana en que se ha peleado rudamente por la investidura cómo las heridas de la Guerra Civil aún están abiertas, incluso con gente gritando en la calle por Francisco Franco. Los siete votos que Pedro Sánchez necesitaba para conseguir volver al poder le han costado particularmente caros, pues los ha conseguido a cambio de una amnistía a los nacionalistas catalanes que habían llamado a un referéndum independentista. No ha sido la primera vez que un primer ministro español ha logrado consolidarse dando amnistías, así lo hicieron también Felipe González y José María Aznar: entendieron que para poder seguir adelante era necesario continuar con el diálogo, así fuese con sus enemigos.

Los nacionalistas de Cataluña comprendieron, además, que no podían tomar las armas para independizarse y que, si bien el sentimiento a su favor era poderoso y los apoyaba la voluntad popular, lo único que les quedaba para separarse de España era comenzar a matar y no lo hicieron. Prevaleció de esta manera, con todas las dificultades del mundo, la capacidad de hablar. Esto, en un país que fue desgarrado por la guerra y donde la solución después de la dictadura franquista fue el pacto del silencio, con la ilusión de que el pasado pudiese ser simplemente olvidado de tanto ser ignorado. Pero eso nunca sucede y las heridas que no sanan terminan supurando tarde o temprano. Los enfrentamientos en las calles de estos días nos lo recuerdan, mientras esperamos expectantes que se pueda encontrar ese balance y que no les fallen las palabras.

Esta vorágine de eventos internacionales me encuentra mientras asisto a las bodas de plata matrimoniales de unos amigos queridos que han juntado en su celebración a personas importantes de diversas etapas de su vida. Él es español y ella es peruana, pero llevan muchos años viviendo en Brasil. Así, la convocatoria a un fin de semana completo entre gente que no necesariamente se conoce entre sí nos presenta la oportunidad ideal para poner a prueba nuestra capacidad de diálogo. Mis verdaderas amigas saben que, si bien podemos discrepar políticamente, en lo esencial sabemos que estaremos de acuerdo. No obstante, nunca estamos seguros de eso al departir con desconocidos. La primera noche cené con una pareja de españoles y con un peruano a quien no conocía, un oficial de inteligencia de la Marina en retiro. Ya entrados en confianza, hablamos del voto de investidura en España y luego procedimos el marino y yo a tratar de explicarle a los españoles la situación política peruana desde nuestros puntos de vista, que si bien pueden superficialmente parecer diametralmente opuestos, tienen en su base una vocación porque el Perú pueda ser el mejor país posible. Ambos mantuvimos la ecuanimidad en todo momento y presentamos nuestras visiones a veces opuestas, sin abandonar jamás la voluntad de hablar y de reconocernos como iguales.

Esta me parece la única manera de perseverar en este mundo en el que insultar y descalificar al otro parece ser la forma de comunicarse que muchos normalizan. Un ejemplo de esta terrible postura fue lo que sucedió en el Lugar de la Memoria el 14 de noviembre pasado, cuando un grupo de personas interrumpió la presentación del libro de los familiares de Inti Sotelo, asesinado en noviembre de 2020 por las fuerzas del orden: se plantaron a gritar “terroristas” mientras se presentaba el volumen 12 de la serie Narradores de memoria.

Presentarse a gritar en un evento es todo lo contrario a buscar el diálogo. No dejemos que el odio y la rabia nos quiten la capacidad de hablar, entender y perdonar, porque, como dijo el luchador por los derechos en Sudáfrica Desmond Tutu, perdonar le sirve más a quien perdona, porque lo libera de la amargura.

Pero recordemos también que el perdón no significa el olvido y que tenemos el deber de recordar a los caídos. 


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