A la memoria de Edgar Degas, pintor de bailarinas, poeta de la luz, antisocial, genio
Ocurrió un día de mediados de 1870, cuando los parisinos se preparaban para la inminente invasión germana tras el estallido de la guerra Franco-Prusiana. Los civiles respondieron al llamado y se alistaron en defensa de la ciudad. Entre ellos estaba Edgar Degas. No se conoce el momento exacto, pero sí que fue durante una práctica de tiro con rifle cuando comprendió que padecía un problema ocular serio. Es cierto que era miope y soportaba mal el brillo solar, pero nada que le hiciera sospechar que sufría ya una degeneración macular que lo privaría progresivamente de la visión central y le nublaría día a día los ojos. Degas era un hombre más que parco, huraño. No sabemos cómo reaccionó ante la noticia, pero pese a su severidad podemos imaginarlo mirando a su alrededor, adelantándose con tristeza a una despedida, observando cómo la luz se posaba y definía la realidad, un milagro que nunca dejó de conmoverlo.
Tenía entonces 36 años, estabilidad económica, una carrera prometedora en el mundo del arte y, desde ese momento, la certeza de que se quedaría ciego.
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Hilaire-Germain-Edgar de Gas fue el hijo mayor de una familia afortunada: su padre era banquero. Su madre, una aristócrata de Nueva Orleans, murió cuando el chico tenía 13 años. Este se vio atraído por la pintura desde temprano y, cuando acabó el liceo, montó un taller en su casa y se apuntó como copista en el Louvre, donde conoció a Édouard Manet, uno de sus pocos grandes amigos.
Siguiendo el deseo paterno ingresó a estudiar Leyes a la Universidad de París, pero estaba claro que aquello no prosperaría, así que terminó en la Escuela de Bellas Artes. Conoció a Ingres, su héroe. Viajó a Italia, se deslumbró, copió a los clásicos renacentistas, regresó a París. Comenzó a pintar su primer cuadro serio, “La familia Bellelli”, y mientras creaba imágenes de motivos históricos, profundizó en los asuntos técnicos que siempre lo seducirían: la luz, el movimiento, así como la manera en que el artista observa y luego encuadra la escena. Fue entonces que empezó a trabajar con las carreras de caballos, su temática favorita por un buen tiempo, los años en que aún se sintió a gusto en los espacios abiertos, con luz natural. Exponía cada año en el Salón de París, ganando reconocimiento. Fue recién en el de 1868 que expuso un lienzo con el tenor que más le reconocería la historia: “Mlle. Fiocre en el ballet La Source”, el primero de sus cuadros con bailarinas de ballet. Casi simultáneamente creó “Interior”, también conocida como “La violación”, una de sus pinturas más perturbadoras.
Animarse a retratar la actualidad resultó, aparentemente, influencia de Manet y de sus amigos poetas. La decisión intuitiva de encerrarse en la penumbra y mirar fue propia.
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Tras la guerra y la muerte de su padre, Degas debió hacerse cargo de una serie de deudas, ajenas y fuertes. Tuvo que vender propiedades y deshacerse de la magnífica pinacoteca familiar. Recién entonces asumió la pintura como un trabajo con el cual ganarse la vida.
Fue así que, sin que nadie entienda bien cómo, terminó convirtiéndose en una especie de guía de un nuevo grupo de artistas obsesionados con “el momento de luz” y la sensación de inmediatez que buscaban espacios alternativos donde mostrar sus provocadoras creaciones. Monet, Renoir, Cézanne revolucionaron las artes visuales haciéndose llamar impresionistas. Con Degas llegaron a compartir ocho muestras entre 1874 y 1886, aun cuando este no sentía que comulgara con el colectivo. “De inspiración, espontaneidad o temperamento yo no sé nada”, dijo una vez. Es una verdad a medias. El trazo y la manera de aprehender el instante los unía, pero a la vez los separaba sobre todo dos cosas: debido a su problema ocular, Degas pintaba ya solo interiores, iluminados con velas y bombillas de gas, primero, y luego eléctricas. Y, sobre todo, su rechazo a las veleidades, al reconocimiento público, a las convenciones, y a lo que se esperaba de él como artista. Sencillamente era un misántropo.
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Como Borges ―otro genio condenado a una oscuridad lechosa y paulatina―, la relación de Degas con las mujeres resultó enigmática. Se parecía al desdén, cuando no al rechazo (en una carta Van Gogh le escribe a Emile Bernard que “Degas vive como un pequeño abogado y no quiere a las mujeres, porque sabe que, si se lo permite, se convertiría en un enfermo mental y sin esperanza alguna para la pintura”).
Esta misoginia representa un acertijo para quienes estudian su obra: si no le interesaban las damas, ¿por qué pintó unos 600 cuadros de bailarinas de ballet? ¿Qué motivó sus muchas piezas dedicadas a prostitutas y lavanderas? Cabe señalar que, en su tiempo, ser una ballerina no conllevaba precisamente la mejor de las reputaciones.
Además de que se vendían muy bien, hay explicaciones para todos los gustos, y por supuesto son solo suposiciones. Más allá de las facilidades de trabajar en espacios cerrados y poder manipular la iluminación a placer, así como la ventaja de pagar con propinas a personas acostumbradas a laborar con sus cuerpos ―atléticos unos, robustos los otros―, una explicación plausible es que a Degas le gustaba mirar. Era un voyeur, para estar a tono; un mirón de realidades, sin duda de su tiempo, de personalidades, de efectos lumínicos y movimientos, pero también de cuerpos. Y como pagaba a sus modelos, podía hacerlas posar de la forma que le provocara, y estas debían quedarse en esas posiciones a veces dolorosas por horas, mientras él miraba y pintaba. Como pocos, por cierto.
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Edgar Degas vivía fascinado con el mundo que detestaba. De esa relación difícil, además de su arte verdadero, sobrecogedor, se desprenden sus otros muchos intereses, su inclinación por probar soportes y formatos nuevos. Es decir, no solo era que a medida que enceguecía iba pasando del óleo al pastel, sino que, aprovechando su independencia de solterón, se entregaba por completo, por ejemplo, al grabado. De hecho, reaprendió de los mejores, y se dedicó frenéticamente a producir serigrafías y monotipias que retocaba después de impresas.
Más actividades lo obsesionaron y le permitieron expandir su lenguaje expresivo. Por ejemplo, acudía a los compromisos ineludibles con un trípode y su cámara, haciendo posar a los demás por mucho tiempo mientras él, claro, los miraba tras el visor. También empleó la fotografía como una herramienta para sus bocetos. Asimismo, por placer y se cree que, para estudiar mejor el impacto de la luz sobre los cuerpos, practicó la escultura: en 1881 presentó en una muestra impresionista su “Pequeña bailarina de catorce años”, pero fue tan maltratada por la crítica ―que la encontró grotesca e inquietante―que, como era usual en él, ofendido, desde entonces ejerció dicho arte solo a puerta cerrada. Tras su muerte se hallaron más de 150 esculturas sorprendentes en su taller. También cultivó la poesía y fue un coleccionista importante.
Tras el caso Dreyfus, el siempre políticamente incorrecto Degas hizo público y notorio su antisemitismo, lo que lo aisló aun más. Se sabe que trabajó al menos hasta 1912. Desde entonces se le veía dando largas caminatas por las calles de París, andando a tientas, discutiendo solo. Murió de viejo cinco años después. Se cree que nunca llegó a perder del todo la vista.
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Me gusto, la otra cara de Degas,
La más real