Sembremos rituales para cosechar consuelos
No sé si ha sido por la reciente y misteriosa muerte de un amigo de mi adolescencia, o por el fundamentalismo religioso que han mostrado algunos conocidos por la inauguración de los Juegos Olímpicos, o por la combinación de ambos hechos con la obscena pantomima que ha ejecutado el régimen de Nicolás Maduro en las últimas elecciones venezolanas, que he estado con un ánimo triste los últimos días.
Es posible que mucho haya contribuido también haber terminado un manuscrito de ficción impregnado de conversaciones con mi madre: no sé si le ocurra a otros escritores, pero tras una galopante escritura de mediano o largo plazo a mí me suele quedar un vacío temporal que no necesariamente se llena de gozo.
No obstante, acaba de aparecer una publicación de mi hija M en su red favorita que me ha hecho sonreír y confirmar que los momentos con quienes amamos son nuestra reserva de ánimo a futuro.
Todo empezó cuando mis hijas eran niñas y me había divorciado de su madre. Lo mejor que pudo haber pasado para mi relación con las tres fue haber tomado conciencia de que luego de vivir en un mismo techo con ellas y de compartir un tiempo que daba por sentado, pasé a tener un tiempo limitado con cada una, y al que había que encontrarle la mayor calidad posible.
Entre las nuevas rutinas acordadas —como recogerlas diariamente de la escuela o llevarlas a dormir conmigo en los días previstos—, se me ocurrió establecer un ritual que nos salvara de lo previsible: le pedí a cada una que eligiera un lugar para pasar algunas tardes conmigo y que no se lo contaran a nadie. Sería nuestro lugar secreto.
Han pasado quince años desde entonces y, hasta ahora, ninguna de las tres hermanas sabe a qué lugar iba la otra conmigo: solo yo tengo el privilegio de tener completo el panorama y seguramente, luego de haberme muerto, se reirán juntas cuando decidan desclasificar la información.
Fue a inicios de este año cuando les escribí a las tres en el chat que compartimos y les propuse revivir esa tradición. Mi idea era ponerle, literalmente, más combustible: a cada una le iba a regalar por su cumpleaños un viaje conmigo a cualquier lugar que eligieran del Perú. La condición, ya se habrá adivinado: no podrían compartirle el destino a nadie más. Sus hermanas y el resto del mundo se enterarían solamente cuando decidieran compartir su estancia en las redes.
Mi hija mayor decidió visitar conmigo la tierra de mi difunto padre. No sé si elegimos la mejor época del año, pero vaya que nos trajimos algunas anécdotas de las que hoy nos reímos. Alguna de ellas, aunque penosa, fue incluso narrada en esta misma plataforma.
Mi hija M, la segunda, eligió hace poco un destino de nuestra inmensa Amazonía y, como ya adelanté, hoy colgó públicamente algunas de las fotos que retratan esos momentos. Allí están los anchos ríos de color chocolate, las lupunas que se enseñorean sobre todas las copas, la quietud de las cochas nacidas del meandro, las nutrias dándose un banquete de pescado en sus orillas, los monos que usan la cola como quinta mano, y la complicidad de un par de citadinos sacados de su elemento. Bajo las fotos, mi hijita recuerda que su abuela paterna —esa señora sobre la que he estado escribiendo últimamente— nació en la selva, y que el corazón de la gente de la selva es grande e igual de libre que el río. Y luego confiesa que la libertad que habita en mi madre también habita en ella. Luego transcribe esos versos tan conocidos hoy —pero que yo desconocía a su edad— que un jovencísimo poeta limeño escribió sin presagiar, tal vez, que moriría en la selva que mi hija y yo visitamos:
Yo nunca me río de la muerte.
Simplemente
sucede que
no tengo
miedo
de
morir
entre
pájaros y árboles
Después de esto, ya no me siento tan triste.
Y hasta me han entrado ánimos para escribir este artículo.
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Postdata: Pido disculpas por el giro total de la conversación y les informo que hoy, sábado 3 de agosto, estaré firmando libros en la Feria del Libro de Lima. Será a las 5 p.m. en el stand de librerías Crisol. La pasaremos bonito.
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