Por un caldo verde


Un robo puede estropear un viaje, pero también reafirmar enseñanzas 


Hace un par de semanas hice un viaje maravilloso con mi hija mayor, del que vale la pena rescatar tres horas de furia y amargura para equilibrar tanta felicidad. 

Aquel domingo habíamos pasado la mañana ante el interminable desfile de comparsas que el carnaval de Cajamarca ofrece, cuando el hambre nos golpeó las paredes del estómago. Apretujados, nos escurrimos hasta El Zarco, el conocido restaurante a unos metros de la plaza principal. Mientras esperábamos en la fila, quisimos indagar si había caldo verde, una de las deudas culinarias que aún teníamos. Ya que se había terminado, le pedí a mi hija que me esperara: se me ocurrió ir a preguntar lo mismo en el Salas, otro restaurante emblemático a la vuelta de la esquina.

Aquel antojo fue el inicio de todo.

Me interné en el gentío y, a los pocos metros, una mujer bajita que vendía ponchos plásticos se empecinó en venderme el último, arrinconándome contra la camioneta de un canal de televisión. Me negué, pero su ímpetu en seguir cortándome el paso fue tan evidente que por seguridad trasladé mi billetera a un bolsillo interno de mi chaqueta; pero cuando busqué hacer lo mismo con mi celular, solo alcancé a palpar mi bolsillo vacío.

Entonces, empujé a la mujer contra la pared: “¡Mi celular, carajo!”

La mujer, obviamente, lo negó todo. Que la rebuscara, que no tenía nada, mientras yo llamaba a gritos a algún policía y le espetaba a ella que, por favor, no me tomara por imbécil, o, al menos, que no me tomara por un imbécil más grande que el que había sido hasta entonces, al vestirme con un pantalón de bolsillos holgados y haber bajado mis defensas en ese cardumen para tiburones. Mientras llegaba el policía, una transeúnte insultó a la mujer por dar esa imagen de Cajamarca, y aunque yo le tenía un porcentaje reservado a la duda, la certeza se me elevó un poco cuando la mujer abandonó de golpe su talante lastimero para ametrallarla de manera patibularia: “¿Seré trujillana para que me acuses de chora, la puta de tu madre?”. La mujer todavía resoplaba, hinchándosele un tajo que tenía entre nariz y boca, cuando llegó por fin un policía bisoño, quien nos explicó que solo una policía femenina podía revisar a la sospechosa. 
“Es obvio que no va a encontrarle nada”, le dije, “es su cómplice quien tiene mi celular”.

Tras la revisión, el policía me advirtió que ir a la comisaría no daría frutos, porque no había manera de inculpar a la mujer. Yo me empeciné: solo quería dejar constancia escrita de lo ocurrido, y alegué que, en el más que probable caso de que ella fuera parte del robo, al menos otras posibles víctimas estarían a salvo mientras durara el trámite.
Caminamos varias cuadras entre vecinos alegres y un tanto alcoholizados, con la música retumbando en cada calle. En la comisaría, hay que decirlo, todos los policías fueron amables. Un superior, incluso, tuvo la paciencia de explicarle al bisoño policía cómo redactar con lapicero el primer borrador de la denuncia.

Entre tanto, yo perforaba con mis ojos a la mujer. Me preguntaba qué tan difícil sería su vida, quién le habría hecho esos tajos en la piel, cuánta violencia era necesaria alrededor para naturalizar el robo como forma de vida. Ella esquivaba mi mirada y, a ratos, al percatarse de que la estudiaba con más intensidad, se sobaba la barriga fingiendo un cólico. El momento más triste ocurrió cuando a la dependencia ingresó un joven, quizá veinteañero, para entregarle al policía el DNI de la mujer. Entró y salió azorado, como rogando no ser salpicado por lo que ahí ocurría. El pecho también se me ablandó cuando un perrito sucio entró luego al recinto y la mujer se agachó a acariciarlo con una mirada de gelatina dulce.

De pronto, mi hija me señaló a dos jovencitas que entraban: “Creo que la han reconocido”.

Según ambas muchachas, que de casualidad esa tarde habían llegado a poner su denuncia, el día anterior cada una había estado por su lado en una gran fiesta a campo abierto, y la mujer había sido parte de un grupo dedicado a arranchar celulares entre el gentío y el descuido etílico. Una, incluso, dijo recordar que la mujer se lo había arranchado a ella. 
La sospechosa solo atinó a mirarla con displicencia.

El policía bisoño me comentó que, después de todo, había sido buena idea haber ido a la comisaría. No le respondí lo obvio, que por más que desconfiemos del Estado como regulador de las injusticias, el panorama será aún más desolador si no empezamos por hacer las denuncias: ¿qué madeja podrán seguir los buenos policías y los buenos fiscales si no les damos al menos un hilo por donde empezar?

Al día siguiente, una vez en Lima, mientras enfrentaba el tedio de comprar un nuevo aparato, recuperar información, reponer claves y reactivar tarjetas, me acordé del nombre de la mujer.

Se llamaba Esperanza.
Porque cultivar la ironía, ya se sabe, es el principal pasatiempo de mi país.


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3 comentarios

  1. Gustavo

    Muy buen articulo, lástima que a costa de una feisima experiencia!

    • Gustavo Rodríguez

      Como dicen… ¿no hay mal que por bien no venga?
      Un abrazo.

  2. Robby Ralston

    Muy bien Gustavo!
    La falta de castigo hace imposible un país de ley y orden.
    Adivinarás que a pesar de tu denuncia, es fijo que Esperanza ya está libre y «trabajando», porque vivimos en el Imperio Impune.
    Un ciudadano que denuncia puede empezar el cambio, pero ese intento se da contra la pared de un inexistente sistema para castigar el crimen.
    Mientras exista impunidad, nuestra única esperanza será tu ladrona de Cajamarca.

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