Ribeyro 1055, Ribeyro 868


Porque bastan sesenta metros para reempezar una vida


Como todo el mundo, hay cosas para las que no estoy diseñado: acudir a notarías, comprender los instructivos de los electrodomésticos, armar cubos Rubik, hacer trámites, el álgebra, entre una miríada de funciones y actividades que se me dan mal, o pésimo. Mudarme es otra de ellas. 

Odio mudarme.

No es que lo haya hecho tantísimas veces, pero igual. Lo detesto.

Residí por casi dos años en un edificio con toques de modernidad cincuentera que en 2021 me sabía retropintoresco, casi coqueto, pero que últimamente no pasaba de viejo. Incluso diría vetusto. A ver, antes no tener ascensor me parecía bien, subir y bajar unos pocos tramos de escalera, pero hoy ya no tanto. Las cañerías eran las de un predio anciano, y como tal padecían una versión inmobiliaria de la arterioesclerosis (aunque, claro, no era sangre la que se atracaba en las tuberías), lo que a su vez originaba molestias perceptibles por casi todos los sentidos. La pintura se estaba comenzando a caer por trozos, y lo peor era que la nueva directiva amenazaba con cubrir las paredes interiores y exteriores con colores horripilantes. Los vecinos, salvo mis queridas Jacquie y Nanda, me resultaban una manga de gente sin gracia o descortés o las dos cosas. El conserje encarnaba la versión venezolana del nazi de la sopa de Seinfeld, y así podría seguir un rato, pero la verdad es que nada de esto me impidió ser muy feliz ahí. Entonces, si sumo la flojera de mover mis pilchas de un lugar a otro con el cariño por los momentos de alegría que viví en ese lugar, supongo que bien hubiera podido quedarme por mucho tiempo más.

Sin embargo, hace unos meses mi casera me informó que pensaba vender su departamento, lo que significaba que debía buscarme la vida en otra parte.

Un mazazo.

Comencé a ver alternativas de inmediato para no dejar todo a último momento y decidir a la loca. Me suscribí a newsletters de páginas de corretaje circunscribiendo mi búsqueda a la misma zona, dos habitaciones, balcón, cochera… Pero cada día abría esos boletines con menos entusiasmo porque lo que me mostraban simplemente no me gustaba. Llegué a ir a ver tres departamentos (otra actividad que me baja la serotonina), y no, la vista interior me era deprimente, el multifamiliarismo agobiante, el corredor ―parece que algunos prefieren ser llamados ‘bróker’― insoportable: objeciones pequeñoburguesas. Empecé a ponerme un poco tenso cuando un día, caminando por la acera de enfrente de mi hoy excasa, vi un cartel de ‘Se alquila’ en un edificio que siempre me pareció bonito.

Fue así que renté un nuevo departamento cruzando la calle, a sesenta metros del anterior, y comenzó un nuevo capítulo de esta nouvelle inmobiliario-existencial. Hablo de desmontar cuadros y repisas, resanar y pintar paredes, guardar las pertenencias en cajas, coordinar con el carpintero, el pintor, el tapicero, el señor de la mudanza, ya se sabe. Lo que implica irse a otra parte y devolver lo ajeno como fuera recibido. Este es el clímax del drama.

Hay tres aspectos de mí que se expresan pletóricos en estas circunstancias, y que hacen todo más complicado: a) guardo muchas cosas. Demasiadas. Soy un cachivachero, un aprendiz de Diógenes; b) así como puedo concentrarme en ciertas circunstancias, en otras me distraigo, la cabeza se me va a la primera oportunidad, me invade la curiosidad o la nostalgia fácilmente; y c) tengo un número importante de libros. Muchos.

Corrí a trasladarme entre la Navidad y el Año Nuevo, poco antes de partir a la tradicional semana de desconexión norteña con la prole. Así las cosas, la gata y yo llevamos en la práctica once días durmiendo bajo este nuevo techo, acostumbrándonos, haciéndonos a la idea de que, por un tiempo aún indefinido, este será nuestro hogar.

Ahora bien, pese al estrés y superado lo peor, mi nueva vivienda representa una mejora. Se trata de un edificio más lindo, moderno y eficiente. Hay, hermanos, muchísimo que hacer aún, buscarle sitio a los platos, aprender a usar la lavadora, acomodar los libros, que siguen en sus cajas (dicho sea de paso, como en el caso de la ropa y los cachivaches, me he prometido una purga). Sin embargo, puedo decir que recomiendo a todos mudarse cada tanto. Ello porque uno se ve obligado a revisar sus pertenencias y separar lo que le es útil o francamente querido del ripio. Además, te impele a salir de la zona de comodidad, sacudirte, cambiar. Siempre he pensado que la vitalidad, el espíritu de lo joven, consiste en arriesgarse, en probar. Lo viejo, lo tanático, es quedarse quieto y cuidar. Está bueno enfrentar las taras, también. 

Mudarse es una revolución personal y doméstica, pero revolución a fin de cuentas. Un nuevo inicio. Una promesa. 

Aquí vendrá la mujer que amo para hacer juntos las cosas que más nos gustan. Aquí mis hijos tendrán también su casa. Aquí, mientras le busco un sitio a cada cosa, mi cuerpo y mi mente se adaptan al nuevo espacio y me voy familiarizando con los vecinos, también me haré esas comidas simplistas que me mantienen con vida, trabajaré, recibiré a los amigos, perderé el tiempo entre las musarañas. Leeré y escribiré.

Y también, lo sé, seré feliz.


¡Suscríbete a Jugo y espía EN VIVO cómo se tramó este artículo! Nuestros suscriptores pueden entrar por Zoom a nuestras nutritivas —y divertidas— reuniones editoriales. Suscríbete haciendo clic en el botón de abajo.


Comentarios

Aún no hay comentarios. ¿Por qué no comienzas el debate?

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Volver arriba