Una reflexión aguafiestas en Año Nuevo
Últimamente me ocurre más, cuando acompaño a algún amigo escritor y un lector entusiasmado se acerca a decirle que ha leído su último libro y luego, a modo de halago, le dice que espera con ansias el próximo que publicará: es ahí que me entran ganas de decirle que bien podría leer los anteriores en lugar de esperar el siguiente.
De más está decir que cuando me ocurre a mí, los ímpetus son mayores, pero quizá deba confesar que esta inquietud puede deberse a la culpa furiosa del converso.
Quienes me conocen lo suficiente saben que durante muchos años me dediqué al oficio de escribir anuncios, y ya sabemos lo astuta que es la publicidad para mostrarnos la carnada de la novedad: tal vez si existe una palabra que puede competir con «GRATIS» para llamar la atención de un viandante, esa palabra sea «NUEVO». ¿Queremos que nuestra mermelada tiente a indecisos sin que gastemos demasiado? Cambiemos de preservante y rotulémosla con el mote de “nueva receta”. Sí. Nuevo modelo, nueva fórmula, nueva presentación, nueva temporada, nueva novedad: así nos tienen los vendedores más persuasivos, a la caza del cambio en el paraje. Y claro, la industria editorial no escapa de esas costumbres: solo en España se publican 90.000 libros nuevos cada año.
Es decir, hablamos de diez obras nuevas cada hora, lo cual lleva a imaginar a las mesas de novedades como estaciones temporales de una faja transportadora que no deja de alimentar nuestras retinas.
La razón de esta tendencia cada vez más exacerbada está, como casi siempre ocurre, en nuestro cerebro, que inocula sustancias que gratifican nuestra inclinación a la novedad.
Puede ser que la razón de esta propensión radique en la necesidad que tenían nuestros antecesores de percibir cualquier cambio en su entorno: después de todo, aquella sombra que antes no distinguíamos, o aquel olor sin catalogar, bien podía ser el anuncio de un predador.
Mientras indagaba sobre esta noción, descubrí que en 2012 la científica Katherine Duncan utilizaba la resonancia magnética funcional para identificar cómo el cerebro desencadena estados de memoria, y descubrió que la detección de la novedad cambia la manera en que el cerebro aprende y recuerda. Así, la novedad funcionaría como un interruptor que lograría, a la larga, mejorar nuestra memoria. También me topé con que otro neurocientífico, Ignacio Morgado, ha declarado que cuando nos movemos en un ambiente aburrido, idéntico, sin cambios, se segrega mucha menos dopamina en nuestros cerebros y, por lo tanto, decrece nuestra motivación ante la vida. Todo esto no hace más que confirmar, aunque se deba a motivaciones totalmente opuestas, que quienes mejor conocen el alma humana son los mercaderes y los poetas.
No obstante, y esta paradoja es realmente inquietante, si en el pasado estar pendientes de la novedad en el bosque nos podía poner a salvo, estarlo ahora en nuestro entorno hiperconectado podría acercarnos a la extinción: ¿qué ocurre cuando una masa inmensa de humanos, como no la ha existido jamás, se pone de acuerdo en comprar las novedades surgidas de las corporaciones que nos tientan en un planeta con recursos limitados? ¿Cuántos plásticos será necesario seguir comiendo de peces y mariscos, cuántas montañas de fast fashion tendrán que crecer en nuestros parajes, cuántos árboles deberán tumbarse a cambio de papel, y cuántos grados más deberá calentarse nuestra atmósfera mientras se fabrican esas novedades para entender que el consumo de lo nuevo —tan solo porque es nuevo— es una insensatez?
Una salida a esta paradoja podría estar en darnos cuenta de que, tratándose de gustos, lo nuevo es una convención: para quien ignora un campo de conocimiento, un descubrimiento de hace dos siglos puede ser una novedad. Digamos que si nuestro cerebro se excita ante lo que no le ha sido presentado, tanto puede valer un traje vintage en perfecto estado, como uno recién diseñado en el maniquí de una vitrina; y la misma validez tiene tanto el penúltimo libro no leído de un autor, como el último que ha escrito.
Me despido, eso sí, deseándole un feliz Año Nuevo.
Reconozco que desearle un feliz Año Reciclado, no suena tan bonito.
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Estamos en manos de una obsolescencia programada aberrante, Gustavo. Pero también está en nuestras manos no hacer ni puñetero caso (hasta donde sea posible) y reutilizar todo lo que sea posible hasta donde sea posible. Un feliz año nuevo (si fuera posible) es mi deseo, compañero. Abrazo.
Querido Jesús, lo has resumido mejor que nadie.
Te envío mi abrazo más grande en este nuevo año que comienza.
Querido Gus, El mejor deseo para ti y familia de un Feliz Año Reciclado, por supuesto que desde luego que si!. Abrazo, Patri
Qué bonito diminutivo: Patri.
¡Un abrazo grande, sin diminutivo!
Excelente siempre!!!
Qué generosa, Cecilia, ¡muchas gracias!