Mirando hacia atrás sin ira


Hoy Berlín nos demuestra que hay que abrazar el pasado para construir el futuro


Me encuentro en Berlín, una de mis ciudades favoritas, donde tuve la suerte de vivir una corta temporada. Como cada vez que la recorro, no deja de sorprenderme lo profunda que es la huella de la historia y de la memoria en esta ciudad construida al lado del río Spree.

Aunque ya no queda nada original de lo que fuera la primera organización urbana en los años 80 del siglo pasado, durante los años de la Guerra Fría el gobierno de la República Democrática Alemana (la ya inexistente DDR comunista) reconstruyó el sector al lado de la Iglesia de San Nicolás para dar la impresión de ser medieval. Como muchas otras ciudades bombardeadas, se trató de un invento basado en cierto conocimiento del pasado.

Pero Berlín es principalmente una ciudad decimonónica y del siglo XX, donde las capas de cada período se superponen unas sobre otras dejando a simple vista las heridas de una historia difícil y violenta. No solamente ocupó el centro del poderoso reino de Prusia, sino que alojó la base desde la que se pensó y perdió la Gran Guerra o I Guerra Mundial. Durante los años 20 del siglo pasado, desarrolló una cultura hedonista de cabarés, de explosión musical, del primer cine y de gánsteres y drogas; una era creativamente fecunda por la que pulularon artistas de toda índole, así como los arquitectos de la Bauhaus, intelectuales y comunistas, manteniéndose alejada tanto del centro del poder de la República de Weimar como de los orígenes del nazismo en Múnich

Con la desintegración de la economía alemana y la radicalización política que llevaría al ascenso de Hitler, Berlín se convirtió en la capital del imperio que ese dictador imaginaba. Y una de sus mayores expresiones de poder fue la arquitectura: el Estadio Olímpico de 1936, los edificios del antiguo aeropuerto de Tempelhof y el Ministerio del Aire del Reich son algunos de los símbolos de aquella funesta era que todavía se pueden apreciar. Mucho de lo demás ha sido destruido entre los bombardeos y los cambios que trajeron los nuevos regímenes en la segunda mitad del siglo anterior. Porque valgan verdades, si ya venía cargada la mano, lo que sucedió después de la ocupación de Berlín por las potencias aliadas dejó huellas aún más profundas, cuando el sector soviético se separó del resto de la ciudad para establecer a partir de 1949 su régimen socialista y, en consecuencia, los sectores británico, francés y estadounidense quedaron aislados del resto de la federación alemana.

Como quizás recuerden algunos, el lado este de Berlín, reconvertido en la capital de un nuevo país, se dedicó durante la década de los 50 a la construcción de grandes avenidas —como por ejemplo la Stalinallee— con el objeto de ostentar el poderío comunista. El costo y el desgaste que conllevaron tales titánicas obras llevarían a un levantamiento civil en 1953: debido a la masiva emigración al oeste en 1961, con ocasión del cierre de las fronteras en la misma ciudad, poco a poco se fue edificando un muro que llegaría a simbolizar la separación entre el comunismo y el capitalismo. Hasta la caída de ese Muro de Berlín a finales de 1989, la diversidad en ambos lados se fue incrementando. El oeste, atrapado dentro de la DDR, se convirtió en un faro desde donde irradiar las ideas de Occidente, logrando sobrevivir inicialmente gracias al puente aéreo organizado por John F. Kennedy.

La primera vez que visité Berlín fue en 1992 y las cicatrices de esta división eran aún evidentes. Las diferencias entre un lado y el otro del Muro saltaban a la vista. Los enormes esfuerzos por reunificar la ciudad y las construcciones inmensas —entre las que sobresale el nuevo duomo de vidrio del Reichstag, instalado en 1999— han buscado borrar la línea donde alguna vez se alzó dicho Muro. En algunos casos se ha conseguido limar las asperezas, pero los contrastes todavía resultan visibles, aunque algunos de manera casi imperceptible. Así sucede en el barrio periférico de Britz donde ahora me hallo: no podría señalar a ciencia cierta por qué me queda tan claro que aquí siempre fue el oeste… Tal vez tenga algo que ver con la arquitectura y su estética tan marcada.

Hoy, durante el trayecto por el parque de regreso de la estación, descubrí un pequeño monumento que hace referencia a un campo de refugiados polacos y soviéticos establecido durante la II Guerra Mundial. Un recordatorio más de que en esta ciudad la historia y la memoria están siempre entrelazadas. Así como en las calzadas de muchos edificios destacan pequeños cuadrados dorados que nos recuerdan a aquellas personas que fueron sacadas de sus hogares para ser llevadas a campos de concentración y exterminio, también se erigen obras conmemorativas, grandes y pequeñas, en alusión a los diversos hechos que forman parte de la historia de la ciudad: desde el perturbador espacio al lado de la puerta de Brandemburgo, donde los cuadrados suben y bajan hasta darnos la sensación de que de pronto perdemos de vista en un recodo a las personas que nos acompañaban, hasta los tres espejos gigantes en una esquina que nos remiten a la infame “Noche de los Cristales”, cuando en noviembre de 1938 los nazis rompieron las ventanas de los establecimientos de los judíos y las sinagogas.

En esta ciudad es imposible escapar al peso de la historia, no solo porque la arquitectura misma nos recuerda a cada instante dónde estamos, sino porque el ejercicio de hacerla visible y presente está claramente inscrito en la conciencia ciudadana. No toda esa visibilización nace del Estado o de los gobiernos municipales: algunas iniciativas, como la de los cuadrados dorados, son privadas y nos muestran cómo la memoria nace de un trabajo colectivo, un trabajo de todos.

Desde Berlín queda claro que la memoria y la historia son parte de la vida misma y que es imprescindible poder enfrentar el pasado y entenderlo, por más oscuro que este sea. ¡Esta ciudad es hoy un faro que irradia alegría y energía!

Y no lo hace dando la espalda a su pasado, sino abrazándolo y aceptándolo.

PD. A propósito de lo que significan la historia y la memoria, esta semana hablé con Francesca Uccelli para su podcast La Oruga, del que ella misma nos contó hace algunas semanas en este Jugo. Durante dicha conversación, reflexionamos juntas sobre lo que significa vivir en una sociedad de postconflicto, sobre las interconexiones entre la historia de larga duración y la memoria más cercana, así como el rol central que han jugado las fuerzas armadas en nuestro devenir como nación.


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