Unas reflexiones sobre el pavor de hablar en público
Luego de haber participado en la presentación del libro de un colega, un editor que había estado entre la audiencia se ofrece a llevarme a mi casa. Los postes alumbrados se suceden en paralelo a nuestras palabras y, luego de repasar las novedades recientes, en algún semáforo me animo a confesarle a mi amable conductor lo que sufro cada vez que me invitan a hablar en público.
—No parece —se sorprende—, se te veía cómodo.
—Es que me he inventado un personaje —le respondo.
Le recuerdo, además, que es precisamente debido a mi timidez para expresarme oralmente que decidí a lo largo de mi vida expresarme por escrito: desde niño, cuando tenía que pedirle perdón por algo a mi abuela, y ya de adolescente, cuando quería confesarle mi interés a alguna chica, me sentía más cómodo con la intermediación del papel que con la palabra dicha frente a frente.
—Además —añado—, siempre he necesitado ese segundo extra que me ofrece la escritura.
Mi amigo se queda callado, quizá intentando descifrarme, y yo decido adelantar lo que ya tenía en la mente. Es una obviedad: mientras que una persona bendecida por el don de la oratoria puede editarse con eficacia antes de lanzar al aire sus palabras, quienes preferimos escribir disponemos de un tiempo adicional en el proceso.
—Sin contar que un discurso escrito puede ser varias veces editado.
—Incluso sin editar después lo escrito —le aclaro—, la escritura te permite una fracción de segundo extra en el paso de la mente al papel que en el paso directo de la mente a la boca.
—Ah, te refieres a eso.
—Sí, ese microsegundo extra hace para mí toda la diferencia.
El tráfico es fluido a esta hora, tal como me gustaría que fueran siempre las oraciones en mi cabeza. Pero no siempre se puede. Y mucho menos cuando se es muy joven para haber practicado en la vida lo suficiente. Recuerdo, por ejemplo, la primera vez que fui invitado a un programa de televisión para hablar de algo que sí dominaba en teoría, mi trabajo como escritor de anuncios. Tenía veintipocos años y, a pesar de la amabilidad casi paternal del conductor —gracias eternas, Guillermo Giacosa—, no podía dejar de temblar. Si salí airoso, tal vez, es porque en las horas previas a aquel programa en vivo había escrito en un papel varios párrafos con ideas clave relacionadas a mi oficio, y los había leído y leído y leído con la esperanza de que el conductor hiciera preguntas relacionadas con ellas y de que yo pudiera recitarlos con la naturalidad de quien parece estar improvisando.
Desde entonces, y por mucho tiempo, mantuve la costumbre de escribir mis nociones y de machacarlas en mi cabeza cada vez que iba a ser entrevistado, y me fui dando cuenta de que algo parecido hacían los actores que postulan a algún papel: interiorizan un texto y se valen de sus emociones ancladas en la experiencia para conectar con su audiencia.
De ahí que terminara confesándole a mi amigo que, antes de hablar en público, yo mismo asumía el personaje de otro yo que es más seguro en esas circunstancias.
—Lo bueno —comentó él de pronto—, es que tú eres consciente de que te conviertes en personaje.
—Claro —respondí, mientras le señalaba mi edificio.
—Hay otros que están en personaje todo el tiempo y no se dan cuenta.
Sonreí, algo inquieto. Y luego nos despedimos con todo el afecto que nos tenemos.
Ya no sé quién exactamente le dio el abrazo, ni sé exactamente quién ha escrito este texto.
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