Leyenda de un águila solitaria


Aterrizaje sobre una de las vidas más apasionantes del siglo pasado


Un hombre solo atraviesa la noche cósmica. Un joven de 25 años dentro de una cabina estrechísima, dentro de un monoplano de madera con un único motor está cruzando la oscuridad que dura ya más de veinte horas. Solo sabe que debe seguir hacia el este. Suma casi dos días sin dormir, está aturdido por el estruendo, al filo del congelamiento. Lleva miles de kilómetros sin ver nada vivo, sin ver nada en absoluto; el cielo sin cielo, salvo los rayos de las tormentas eléctricas que sacuden su pequeño avión, que lo amenazan como los bancos de nubes densas e infinitas, las ráfagas enloquecidas. La nave pesa apenas dos toneladas, la mitad de las cuales son combustible que ojalá le alcance para llegar a su destino. Buscando ligereza, ni siquiera lleva una radio, está completamente incomunicado. Es difícil imaginar tanta soledad.

En medio de esta larga noche de mayo de 1927, a 1.500 metros de altura, ¿en qué estará pensando Charles Lindbergh? 

Antes de convertirse en el paradigma del héroe norteamericano ―aquel que desafía y vence los elementos para, una vez arriba, enfrentar el vértigo de la caída más dolorosa―, Charles Augustus Lindbergh era un chico de Detroit, único hijo de un inmigrante sueco devenido congresista republicano y una química que trabajaba como profesora de escuela. La distancia (el padre vivía en Washington) y las desavenencias malograron la familia, y Charles, que había nacido en 1902, paliaba su soledad leyendo cuanto podía sobre las grandes aventuras geográficas y científicas de su época. Le fascinaba el gran invento que reunía todos sus intereses, aquel que había nacido casi con él: el avión.

En 1922 dejó la carrera de ingeniería mecánica en la Universidad de Wisconsin-Madison y se alistó en un programa de entrenamiento para pilotos. Dos años después se matriculó en otro de la flamante Fuerza Aérea Norteamericana, de donde se graduó en el primer puesto. Desde entonces se hizo famoso como un intrépido cartero del aire. Parecía predestinado.

De hecho, nadie se asombró cuando decidió superar el reto propuesto por el empresario hotelero Raymond Orteig: 25 mil dólares para quien se atreviera a cruzar por primera vez el Atlántico, sin escalas. Mientras usted lee estas líneas, unos once mil aviones están surcando el mundo, culminando cada 24 horas más de cien mil recorridos. Pero hace cien años viajar por el aire los 5.845 kilómetros que hay de Nueva York a París representaba, más que un desafío, una temeridad. Apenas dos semanas antes de su partida, dos pilotos franceses pretendieron la misma hazaña pero en sentido inverso, de Europa hacia América. La última vez que se les vio fue sobre Durgavan, Irlanda. Nunca más se supo de ellos.

Lindbergh partió de Long Island a bordo de un avión que él mismo había diseñado, The Spirit of St. Louis, el viernes 20 de mayo de 1927, a las 7:50 de la mañana. Sobrevoló Nueva Escocia, giró el timón hacia el este, y poco a poco se adentró en la bruma. Treinta y tres horas y media después aterrizó en París con dificultad, pues la pista estaba tomada por las 150 mil personas que lo aguardaban. Hoy, ese viaje toma entre siete y ocho horas.

Desde ese mismo instante, Lindbergh, un tipo más bien tímido, incluso huraño y dado a la contemplación, recibió recompensas, agasajos y honores de presidentes, reyes, celebridades y ciudadanos de los cinco continentes. Se convirtió en el hombre más famoso del mundo. A su pesar.

El Águila Solitaria comenzó a realizar misiones de buena voluntad, como una especie de embajador alado de su país durante aquellos años de entreguerras, previos a la gran debacle económica del 29. En México conoció a Anne Morrow, hija del embajador estadounidense, una escritora también aficionada a la aeronáutica con quien se casó. Juntos volaron sobre el planeta entero, abriendo nuevas rutas comerciales que se usan hasta hoy. Anne, como la baronesa De la Roche o Amelia Earhart, es considerada una de las pioneras de la aviación femenina.

La pareja se instaló en Nueva Jersey y fue ahí donde, casi exactamente cinco años después de haber tocado la gloria, una nueva oscuridad rodeó a Lindbergh. Volvió a las primeras planas, pero esta vez motivado por la tragedia.

Una noche de marzo de 1932, su hijo Charles Jr., de solo 19 meses, fue secuestrado. Durante semanas la atención ―y la tensión― de los norteamericanos acompañaron su drama. Fue este caso el que originó la llamada Ley Lindbergh, aquella que convierte en federales los delitos cuando el perpetrador cruza un estado y obliga la intervención del FBI. Sin embargo, y pese a haber pagado los 50 mil dólares que se exigían como rescate, las especulaciones e intrigas acabaron el 12 de mayo, cuando fue hallado el cadáver del niño. La investigación duró dos años más, hasta que la policía capturó al carpintero alemán Bruno Richard Hauptmann, quien fue culpado y condenado a morir en la silla eléctrica.

Tratando de zafar del ojo público, Lindbergh y Morrow se trasladaron a Europa. Él compró la pequeña isla de Illiec, en el noroeste de Francia, y desde ahí se dedicó a la investigación científica y aeronáutica. Junto a Alexis Carrel, premio Nobel de Medicina en 1912, desarrolló una bomba mecánica para mantener la circulación sanguínea mientras se realizaban operaciones delicadas, creó el primer corazón artificial de la historia. Su rol como consultor del gobierno norteamericano para el impulso de la aviación fue más polémico: admirador del crecimiento de la industria alemana bajo el Tercer Reich, llegó a ser invitado de honor en la inauguración de los juegos olímpicos de Berlín en 1936, y recibió del mismo Hermann Göring la Cruz de Servicio del Águila Alemana. Al otro lado del mundo sus compatriotas se debatían entre la confusión y el repudio.

Nunca ocultó que prefería que Europa fuera dominada por el nazismo antes que por el comunismo, pero ante todo fue un defensor del aislacionismo de su país frente a la Segunda Guerra Mundial: simplemente, decía, no era su asunto. Esto cambió tras el bombardeo de Pearl Harbor. Desde ese momento trabajó con tenacidad por la causa y, siendo civil, dirigió más de 500 misiones aéreas, que acaso inclinaron la balanza en favor de los aliados. 

Luego del conflicto, Lindbergh por fin logró cierta discreción. Nunca dejó de ser una celebridad, pero siguió investigando, volando, dedicándose a causas conservacionistas, a dar conferencias, a recibir homenajes, y, como Anne, a escribir libros exitosos. De hecho, ganó el Pulitzer en 1954 con el relato de su aventura atlántica, lo que sirvió de materia prima para la película El espíritu de San Luis, la clásica cinta de Billy Wilder protagonizada por James Stewart.

Fue apagando su motor de a pocos, y cuando un linfoma lo tuvo cercado, se marchó con los suyos a Maui, en Hawái, donde murió en agosto de 1974. Veinticinco años después, se supo que había tenido una larga relación extramatrimonial en Alemania, de la cual nacieron tres hijos más aparte de los seis que tuvo con Anne Morrow. Se le podrá reprochar, pero Lindbergh nunca buscó ser un héroe. Solo era un chico que amaba volar.


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