A veces bastan unos cuantos segundos para que un largo viaje haya valido la pena
Hace más de veinte años, cuando mi hija A. estudiaba la primaria, la conminé a que se aprendiera la tabla de multiplicar y, un poco para entretenerla, le conté que cuando yo tenía su edad mi padre me obligó a lo mismo cantándome una copla cajamarquina:
Cinco por ocho, cuarenta
Cuarenta mujeres tengo
Contigo son cuarenta y uno
Y a ti solita te quiero
Recuerdo que por esa época, A., sus hermanas y yo acordamos un ritual por el cual cada una de ellas debía elegir individualmente un lugar de la ciudad para que pasáramos un rato sin que sus otras hermanas supieran cuál era. Es decir, un lugar secreto entre padre e hija, y una costumbre que se perdió cuando crecieron. Este año, sin embargo, me propuse retomar esa práctica e incluso ampliarla: le pedí a cada una de mis hijas que por su cumpleaños eligiera un destino del Perú y que, tal como en su niñez, no lo compartiera con nadie más.
A. eligió Cajamarca y hacia allá fuimos la semana pasada. La suerte quiso que nuestro viaje coincidiera con los días centrales de su famoso carnaval y que encontráramos de milagro un alojamiento en la plaza principal. Ni bien llegamos, nos lanzamos a que A. descubriera la fascinante cultura de esa región del norte andino. Nos zambullimos en caldo verde, nos empanzamos con humitas, el chancho y las cachangas espesaron nuestra sangre, y el manjarblanco postergó más nuestros planes de dieta. Un día antes de respirar hondo y aventurarnos en las calles que palpitaban a ritmo de bombo, entre el fuego cruzado de chisguetazos y pintura, nos dimos maña para visitar la famosa habitación donde Atahualpa alzó la mano para prometer a sus captores venidos de otro mundo un tesoro inaudito que triplicaba la marca de sus dedos estirados; reflexionamos sobre cómo en esa plaza que nos servía de referencia se echaron los dados que hace quinientos años signaron nuestro destino de país mestizo y colonizado; visitamos un par de esas hermosas iglesias barrocas en donde las arañas afrontan infinitos laberintos; trepamos jadeantes, de día y también de noche, la cuesta de Santa Apolonia para ver la ciudad a nuestras pies mientras nos cruzábamos con cuadrillas que ensayaban sus cantos pícaros y, como si se tratara de una pequeña peregrinación personal, visitamos a algunas cuadras de la plaza los predios que yo le había escuchado nombrar a mi padre cuando se animaba a hablarme de su infancia: la casa donde recordaba haber sido criado por su abuela y el negocio de sus tíos donde aprendió a trabajar desde niño.
Cuando se trata de aventurarse, A. y yo somos los menos audaces de nuestro clan; digamos que siempre limpiamos antes la superficie sobre la que nos vamos a sentar. Por ello, atravesar Cajamarca en el día más vigoroso y etílico de su carnaval, rumbo a una concentración masiva en las afueras, fue un acto de rebeldía contra nuestro apocamiento. Mientras caminábamos esos kilómetros acompañados de cánticos procaces, entre percusiones, trompetas y saxofones que jamás descansaban, nos resignamos a ser mojados con pistolas a presión y globos de agua, esquivamos no sin suerte baldazos desde las ventanas, recibimos chisguetazos de pintura multicolor desde los zapatos hasta las coronillas que nos convirtieron en cuadros andantes de Pollock y, al final, reunidos en una cancha con miles de compatriotas desbordados, nos hundimos en el fango viscoso que había dejado la lluvia de la noche anterior.
Menos deslumbrante que el desfile de comparsas que vimos de cerca gracias a nuestro hospedaje en la plaza, fue nuestra visita a la comisaría debido a un incidente lamentable, pero ni siquiera esas horas entre policías y prójimos enmarrocados le quitará nunca el brillo a los recuerdos que me traje con mi hija.
Me refiero a uno en especial.
Una tarde fuimos en un bus a esa hacienda en la que, tras ser llamadas por su nombre, las vacas desfilan obedientes al lugar que les corresponde en el establo. Tras la visita, regresamos al bus y cruzamos la verde campiña rumbo a las cascadas de Llacanora. El día se apagaba y, seguramente, veríamos al agua convertirse en espuma gracias a unas últimas partículas de luz. Adormecidos por el movimiento y las emociones del día, mi hija y yo viajábamos con los ojos cerrados, hasta que una voz en los parlantes empezó a cantar:
Cinco por ocho, cuarenta
Cuarenta mujeres tengo…
Mi hija soltó un grito: ¡Es la canción que una vez me cantaste!
En mi gruta interior brotó una catarata que me inundó con recuerdos y emociones. En su orilla, la tierra de mi padre me vio sonreírle a su nieta, mientras, allá afuera, vacas y caballitos se multiplicaban bajo la luz más hermosa del mundo.
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Ay Gustavo, cuándo no tú??!!! esa facilidad con la que me dejo llevar por cada una de tus palabras, gracias y felicitaciones por tan maravillosa vivencia.. conozco la ciudad de Cajamarca como la palma de mi mano, y he recorrido gracias a tu relato mis recuerdos en esa ciudad. Qué linda tradición la de uds, te felicito!!!
Licett, tu generosidad hacia mis palabras me deja sin ellas. ¡Muchas, muchas gracias!