A diez años de la marca Perú, ¿qué ha implicado abordar nuestra sociedad desde el marketing?
Vivo en el extranjero, pero tengo la bendición de contar a la mano con un restaurante peruano en Boston. Su nombre confirma una creencia que me confiaron hace más de diez años cuando recién llegué a los Estados Unidos: que la mayoría de los restaurantes comunitarios —no los gourmets, por si acaso— turnan su nombre entre tres opciones: Machu Picchu, Mi Perú y El Chalán. Y en efecto, el de mi barrio fue bautizado en honor de la ciudadela inca.
Allá voy con mis amistades para compartir tiempo, un pollito a la brasa, anticuchos o una chicha morada. El local está ambientado con coloridos mantos andinos, el peluche gigante de una alpaca y un mural que, entre varias imágenes, incluye la marca Perú: el nombre del país dibujado con esa P espiral que imita a la cola del mono de las Líneas de Nazca.
La marca Perú no solo habita en el mural de nuestro restaurante bostoniano: está presente en muchas tiendas peruanas, tanto en el país como en el extranjero, y se han elaborado stickers, memes, camisetas y baberos con ella. En teoría, se necesita permiso para su uso, pero ha sido tan bien acogida por la sociedad peruana que ya se ha convertido en parte del imaginario visual cotidiano.
Lanzada a inicios de la década pasada, la marca se dio a conocer de forma masiva mediante un comercial que contaba la historia de una ciudad de Nebraska, EE.UU, que tenía un nombre idéntico al de nuestro país, con la diferencia de que ellos no sabían de las maravillas de ‘ser peruano’. Un grupo de personalidades, entre ellos chefs, músicos, surfistas y actores peruanos, tenían la misión de educar a estos ‘peruanos’ de Nebraska sobre las bondades de nuestro país. El video operaba como un manifiesto: “Ustedes son de Perú, tienen derecho a comer rico”, anunciaba uno de los personajes, y luego de ello les servían picarones, papa a la huancaína y seco de carne.
Esta publicidad fue muy exitosa: ha logrado reconocimiento y popularidad para la marca, que, con los años, se ha establecido ampliamente. Sin embargo, como varias personas señalaron durante su lanzamiento, la creación de la narrativa de un país ‘perfecto’ contrastaba con las precariedades económicas, la desnutrición y la polarización política que el Perú ha tenido en estos años. Algunos dirán que el objetivo de la marca se atiene simplemente al marketing y que tal vez le estamos pidiendo mucho.
La marca Perú, más allá de su fin comercial, ha sido asimilada por algunos como una visión de país que desproblematiza muchos de los retos que tenemos por delante. Varios políticos, empresarios y otros grupos de poder ponen mucho énfasis en lo publicitario como solución a la desigualdad, la crisis educativa, la polarización social y la economía. Desde esa perspectiva, no obstante, pareciéramos olvidar que el fin de las marcas es vender, y que si organizamos el país únicamente para su venta, entonces la prioridad ya no serán sus ciudadanos. Este dilema no es exclusivo del Perú; en el resto de la región latinoamericana crece la popularidad de la figura de los políticos-empresarios bajo la creencia de que gobernarán un país como gerencian una empresa, sin considerar tanto las complejidades de cada sociedad. Por ejemplo, ¿no es el actual alcalde de Miraflores, en Lima, un conocido empresario del turismo que no ha sabido conectar con un vecindario que ahora pide su vacancia?
Las marcas país, o marcas región, como la recién lanzada marca Ayacucho, cumplen un rol importante para la economía y la promoción comercial. Al mismo tiempo, nuestra sociedad, cultura y retos para el futuro son imposibles de encapsular en un logotipo o en un plato de ceviche.
Como dice la popular frase: Vamos por más. ¡A que sí!
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