Las sillas vacías


Las fiestas adelantadas y la tentación de la evasión 


Me parece que hay algo doblemente raro en esos adornos que se encienden cada tarde frente a la ventana de mi escritorio. Me ha pasado ya un par de veces que me sorprendo cuando, poco antes de ponerse el sol, de pronto refulgen en la penumbra tres renos, algo que podría ser una oveja y un hombre de nieve. Es kitsch y bonito, y también un poco inquietante. Un extrañamiento es el de siempre: copos en el desierto, un escenario glacial a fines de la primavera sudamericana. El otro tiene que ver no solo con el hecho de que cada año comience más pronto el furor por expresar decorativamente en casas y comercios el espíritu de la Navidad, sino con el modo y las circunstancias que acompañarán este año las celebraciones. Me refiero, sobre todo, a lo que ya viene siendo una especie de pacto de olvido.

Es un asunto complejo, y precisamente porque no lo termino de comprender y soy incapaz de juzgarlo, lo miro, me hago preguntas.

Son muchos quienes disfrutan de verdad la agitación de la temporada, escoger los regalos adecuados, compartir, pasar momentos entrañables con los suyos. Para quienes saben disfrutarla, la Navidad es, sobre todo, una fiesta de empatía y cariño. Pero eso no contradice la creciente y omnívora cruzada del comercio para sacarle el mayor provecho posible al tiempo en que puede cerrar las mejores ventas del año.   

Sabíamos que las tiendas por departamento y las bebidas y las marcas de ropa, de telefonía, de tecnología, más pronto que tarde, tratarían de empujarnos a la amnesia. Que harían cuanto fuera posible por convencernos de que nada tan grave ni tan triste sucedió realmente el pasado año y medio. No solo porque los negocios que sobrevivieron tienen que recuperarse del bajón macroeconómico, sino por una regla no escrita del mercado: la gente preocupada no gasta. Los tristes no disfrutan. Pensar en la muerte nos encierra, mientras que la pulsión de vida nos hace impulsivos, generosos, inconscientes. (¿Para qué vas a guardar, acaso te llevarás la plata a la tumba? ¿Y si te mueres mañana y nunca te compraste ese carro, perfume, celular?). Todo esto era esperable, por supuesto. Lo que me resulta complicado es la manera en que nos entregamos a ese olvido.

No me quiero poner funesto, pero tampoco puedo dejar de pensar que han muerto unas 230 mil personas en nuestro país como consecuencia de la pandemia. 230 mil más de las que hubieran dejado de existir en 18 meses normales. Cuatro veces lo que arrojaron, al final, los 12 años de horror fratricida de los que no terminamos de recuperarnos.

La muerte no solo es inevitable, sino que es la única certeza que tenemos al venir al mundo: que un día nos iremos. Quizá lo único que hacemos toda la vida (“el propósito”) sea tratar de que nuestro fin sea los más plácido posible, en paz, de viejitos, mirando hacia atrás con satisfacción y la conciencia tranquila; el presente con serenidad; y el futuro, el misterio, sin temor. Lo deseamos para nosotros mismos y para quienes amamos. Sin embargo, el Covid vino a precipitar de manera anormal y masiva la finitud. En ese tiempo, si la muerte no tuvo dominio, al menos sí habitó entre nosotros. Entre todos nosotros. 

Hasta hace solo unos meses comenzábamos a acostumbrarnos a las imágenes de personas haciendo cola de madrugada por oxígeno, por medicamentos sobrevaluados, por un poco de ayuda y atención, en los alrededores de las carpas de los hospitales tratando de saber algo sobre sus padres o sus hermanos o sus parejas o sus hijos. Gente a la que se le moría su gente sin poder hacer nada para evitarlo, sin siquiera la posibilidad de estar cerca de ellos, de consolarlos, de despedirse. A todos nos ha tocado directamente o estamos cerca de alguien a quien le ha pasado, a quien la muerte le ha rondado o se le ha aparecido en casa. La muerte y el dolor y la indignidad, incluso. Familias enteras afectadas, casos de contagios masivos, pérdida de muchos proveedores del hogar. Es cierto que fallecieron peruanos de toda condición, pero también que la mayoría fueron pobres, por las infinitas razones que todos conocemos.

Me preocupa la ausencia de duelo. El ritual sirve para incluirlo en nuestro propio devenir, hacerlo parte de nosotros, procesarlo a su propio ritmo, todo ello para sanar la herida y poder continuar. Por supuesto que hay tantas maneras de vivir esa experiencia como personas, y que la pandemia ha producido nuevas formas hasta de condolernos; pero cancelar esta etapa, saltársela, me parece, va a tener consecuencias sociológicas y psicológicas serias en los próximos tiempos. Eso por no hablar de la culpa, de los miles de casos de individuos que cargarán con el peso de haber sido los portadores que, sin querer pero muchas veces por negligencia, contagiaron a sus familiares. La muerte se irradió por el contacto directo, por la cercanía, por los besos y los abrazos.  

Todo es extraordinariamente doloroso, y querer creer que no se dio no basta para cambiar el pasado reciente. Y me parece que entre quienes buscan borrarlo de sus recuerdos y quienes, porque no les tocó de cerca, son incapaces de hacerse cargo del dolor ajeno, estamos todos, junto con el gran comercio, formando el pacto mencionado. Eso es una señal más de lo fragmentado que está nuestro cuerpo social.

Por supuesto que la vida debe continuar, y lo hace. Y desde el origen mismo de la pandemia hemos tenido otros temas capaces de competir por su atención, desde las sucesivas crisis políticas (un enfrentamiento acuciado por tanta crispación acumulada) hasta el fútbol. También es cierto que tanto encierro, tanta presión y malas noticias necesitan alivio. Y nada podría reconfortar tanto como reencontrarse en abrazos largos con las personas que amamos.

Pero durante estas fiestas faltarán varios en las mesas. Todos tenemos que seguir, en muchos casos ni siquiera hubo tiempo ni cabeza ni dinero para hacer un duelo en paz. Pero que lo cotidiano no se convierta en ese silencio que pronto se vuelve olvido. Porque realmente eso no existe. 

Ojalá podamos celebrar la vida recordando y honrando la memoria de quienes ya no están. Al final todos son nuestros muertos.  

1 comentario

  1. Lucho Amaya

    No quiero comentar (esta columna)
    Pero comentaré
    Me ha surgido la curiosidad sobre cuál su sentir, en días de Navidad, antes de la pandemia… ¿De los depre?
    Porque, en mi caso, siempre me ha gustado la Navidad, y como símbolo de paz, solidaridad, de comunión con nuestros semejantes… Y lo más curioso es que desde que soy agnóstico, casi ateo, (hará treinta años), me gusta más, mucho más que cuando era creyente.
    Y, como tema aparte, no entiendo, si tienen que darse, la tristeza en estos días de muchos creyentes y sus borracheras en semana santa… Pienso que si hay que estar en lo uno y lo otro, debe ser al revés; y porque es en Navidad donde se recuerda el nacimiento de su Salvador (según sus cánones) y en Semana Santa su muerte: Alegría y tristeza y no al revés (en cuanto a fechas).
    Ausencia de luto dice usted… Caras vemos, corazones no vemos, ¿no?… Digo.
    Y estoy de acuerdo en que el asunto es No olvidar… No olvidar a nuestros muertos (siempre en nuestros corazones). Y no olvidar la pandemia; Que no suceda como la de 1918 la cual nuestro inconsciente colectivo optó por olvidarla, borrarla… ¡Por qué!
    Saludos
    * y confieso que cada vez que digo lo que digo lo digo porque lo escribo, porque si me pusieran una cámara o un micro ¡saldría espantado yo!
    Saludos

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