Las cartas que, sin saberlo, Javier Heraud nos escribió a todos
Al morir en 1930, poco antes de cumplir 36 años, José Carlos Mariátegui dejó interrumpida una serie de proyectos que animaban su espíritu intelectual y político. En una entrevista realizada cinco años antes por un periodista de Variedades, dijo: “Mi vida es una vida preparatoria (…) hasta ahora aparece como una nerviosa serie de inquietos preparativos (…) preparo, como siempre, muchas cosas. No soy un caso de voluntad. No pretendo sino cumplir mi destino. Y si deseo hacer algo es porque me siento un poco ‘predestinado’ para hacerlo”. Uno de esos ‘inquietos preparativos’ fue un libro que resultó publicado recién en 1989 por Alberto Flores Galindo y Ricardo Portocarrero: Invitación a la vida heroica. Mariátegui había ya anunciado hasta el título, pero no el contenido. Los editores, con buen criterio y mejor gusto, recolectaron entonces una miscelánea compuesta, sobre todo, por artículos, textos literarios y cartas que, por un lado, permiten trazar una línea de la evolución personal, ideológica y estilística del autor; y, por el otro, demostrar que el compromiso político concebido por el Amauta no estuvo nunca apartado de la vitalidad, la aventura y la ilusión.
He recordado esto mientras leía Enteramente y eternamente, la reciente compilación de la correspondencia de Javier Heraud entre 1958 y 1963; es decir, las cartas que envió y recibió entre sus 16 años y solo unos meses antes de su trágico final, hace seis décadas, en las aguas del Madre de Dios. Aunque en ninguna parte el poeta menciona al pensador —las pocas referencias a su formación ideológica hacen escala en Cuba, pasando de Fidel Castro a Lenin—, sospecho que habrá estado familiarizado con el ideario mariateguista. O quizá no. Siendo tan productivo y culto, a veces olvidamos que apenas tenía 21 años cuando fue asesinado. Sobre todo en el libro referido en el párrafo anterior encuentro lazos entre ambos: compartían la sensibilidad social, la apreciación del arte (literatura y cine en particular), el cultivo esmerado de la amistad, la inteligencia, el buen humor, el carisma, la intensidad, la intelectualidad sin corsé, el don de la premonición, el final temprano, el proyecto de obra. Incluso la vocación epistolar. Como cantara Blades en ‘Amor y control’: “Dos personas distintas, pero dos tragedias iguales”.
Como Mariátegui, Heraud comenzó a escribir a los 16 años, y alcanzó prontísimo la solvencia. La recopilación de la correspondencia y el cuidado de la edición de Enteramente y eternamente estuvo a cargo de Cecilia Heraud, quien ha dedicado su vida a la vida y la memoria de su hermano, apoyada en este último lance por el investigador Luis Rodríguez Pastor. Las 120 cartas y 32 postales podrían dividirse en cuatro grandes temas (ya anunciados por Ricardo González Vigil en el prólogo): la amistad, encarnada, muy principalmente, en Degenhart Briegleb, Dégale, su “amigo del alma, verdadero camarada, verdadero compañero, auténtico hermano”; el amor, dedicado a su familia, sus padres, sus hermanos, con los que lo unía un lazo entrañable y conmovedor; y Adela Tarnawiecki, Adelita, de quien Heraud estuvo prendado con tanta pasión como nulos resultados; la poesía, la que leía y escribía, una devoción a la que se veía, con razón, predestinado; y el llamado a intervenir en los grandes cambios sociales de su país a través de la revolución. Dicho de otra manera, su respuesta a la invitación a la vida heroica.
La lectura de este material —que, por cierto, no es sino correspondencia cotidiana; es decir, no se quiera hallar en sus páginas alta literatura, sino la expresión y el sentir espontáneo de un muchacho inquieto, brillante, apasionado y madurísimo, aun cuando sí es posible toparse con pasajes bellos y agudos— ensancha la percepción común de Javier Heraud, aquella que lo busca encasillar solo como poeta o como guerrillero en ciernes. Aquí se muestra como era, desnudo por la afinidad con sus destinatarios, cálido y, a la vez, vulnerable; un poco vanidoso, y un poco cándido; tierno y panfletario. Esta es la memoria involuntaria de un chiquillo que se convierte en hombre, la materia que moldeaba los inicios de un gran artista, la espalda de una obra hermosa y potente que amanecía.
Todo lo dicho y la obra y la estela de ambos espíritus me induce a mirar incluso con más desconcierto (no desprovisto de desazón) la inercia con la que parecemos enfrentar el momento político actual. Es un tema que, como no entiendo, me obsesiona. Por supuesto que no puedo ni quiero generalizar, pero tengo la impresión de que hoy mismo imperan la negación y la indolencia. En una carta a Dégale de julio del 62, un Heraud de 20 años reclamaba “Putear al sistema y tratar de modificarlo, porque si no, nos hacemos cómplices de él, y eso también es degradante”. Esta es también una invitación.
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Dante, qué hermoso paralelismo. Mariátegui era amigo entrañable de mi padre y Javier, mi amigo hermano, vidas cortas que no mueren. Hoy, en que nos hace tanta falta un camino con luz para salir de la situación en que hemos caído, ellos no nos dejan caer en el desaliento.