Escritores en un gimnasio 


¿Vale la pena alargar la vida solo porque se puede?


Hace unas cuantas semanas, un rincón de Guadalajara fue el punto de encuentro de un grupo de escritoras, escritores y académicos llamados de distintos puntos de Occidente. A él llegué al final del primer día y a la mañana siguiente me levanté muy temprano, inquieto como un escolar que recién conocería a sus compañeritos. Como quería empezar la jornada con el pie derecho, me dirigí al gimnasio del hotel que, a esa hora, ya tenía ocupantes. Una vez que mis pies empezaron a alternarse en la trotadora, caí en cuenta de que a mi izquierda corría D, de una forma tan concentrada que no me atreví a buscarle el saludo: quién sabe, me dije, si no estaría sopesando las probabilidades de que su novela fuera la elegida en el premio que en esos días se estaba deliberando. Recordé entonces cuando hace tiempo la revista Etiqueta Negra me pidió escribir a favor de los gimnasios en su sección de opiniones encontradas y que en el párrafo final, cobardemente, deslicé que mi buen amigo Edmundo Paz Soldán tambien acudía a ellos para no quedar como un bicho raro. Digamos que tuvieron que transcurrir dos décadas para sentirme validado por D en el mero lugar de los hechos. Suspiré. Empecé a transpirar. De pronto volteé a la derecha y me pareció distinguir que, bien al fondo, otro colega hacía abdominales. No me causó sorpresa: más bien, se me hizo raro que con su físico de corresponsal de guerra —y mi sesgo por sus orígenes árabes—, M no estuviera escalando el edificio por fuera. Quien sí me generó sorpresa fue mi querida C, a la que recién descubrí una vez que D abandonó su trotadora: todo ese tiempo había estado caminando a paso ligero, muy concentrada en un libro abierto sobre la pantalla de su máquina, quizá preparándose para el Camino de Santiago que está recorriendo en estos días. Más tarde me diría que una hora en el gimnasio es una hora menos para leer, y que aquella era su solución salomónica. No tuve tiempo ni de buscarle la mirada, porque en ese instante alguien me pellizcó una pierna: era R, mi camarada y travieso paisano, a quien no veía desde mi último viaje a Madrid. Mientras él se concentraba en programar la trotadora que había liberado D, mi vista se perdió otra vez en el fondo, donde me pareció ver a mi querida T pedalear en un polo rojo, volcánico como su ciudad natal. En ese momento ya me disponía a hacer el recuento de colegas, cuando a mi lado resonó el jocoso lamento de nuestro organizador, que acababa de entrar. 

—La literatura… ha muerto.

Nos reímos, obviamente. Él también vestía ropa deportiva, mientras grababa admirado esas siluetas sudorosas que, en otros tiempos, a esa hora, deberían haber estado siendo echadas de alguna cantina tapatía. 

En el desayuno corrió la voz de que habíamos sido diez los deportistas y las bromas saltaron de mesa en mesa con garrocha, y estoy seguro de que hoy no me habría sentado a escribir estas infidencias de no haber sido porque al subir a mi habitación, la radio transmitía una conversación en la que alguien afirmaba con rotundidad que en estos momentos ya respiraba en la Tierra el primer ser humano que iba a vivir 140 años.

Caray, me dije. 

El año que nací, la esperanza de vida en mi país era de 54 años: es decir que a mi edad actual, yo ya habría estaba jugando minutos adicionales. Hoy, la expectativa en Perú es de 75 años y por ahí va la del resto de Latinoamérica. Que mi generación haya alcanzado veinte años de vida extra no es poca cosa y ahí estábamos esos diez escritores en ropa de entrenamiento para dar testimonio: todos crecimos en países que habían implementado políticas públicas de vacunación, el agua potable había sido constante en nuestros hogares, habíamos tenido acceso a los adelantos médicos de nuestro tiempo y nos informamos sobre el tipo de dieta y excesos que acortan la vida y, por supuesto, sobre la importancia de mover el organismo todos los días.

Pero… 140 años.

¿Vale la pena imaginar siquiera una vida tan larga?

Entiendo el citius, altius, fortius cuando se trata de un ideal olímpico, que a su vez puede ser parte de la naturaleza humana para expandir horizontes, pero ¿es moralmente deseable romper marcas biológicas cuando se trata de la vida humana en sí y de las consecuencias que acarrea este estiramiento?

Alargar la vida de esta manera no solo plantea nuevos contratos sociales para la humanidad y la transformación de un sinnúmero de instituciones, sino, sobre todo, una pregunta muy sencilla desde mi punto de vista: ¿para qué?

¿Se debe alargar la vida por el solo hecho de demostrar que se puede?

¿No se le está dando más importancia a la meta que al camino?

Un par de noches después, mientras conversaba con algunos colegas sobre ese umbral de los 140 años —en algunos foros ya se habla de 150—, todos coincidieron en apostar sus vidas a la calidad de la experiencia antes que a la cantidad del tiempo acumulado. Las metáforas, obviamente, no faltaron. ¿Para qué quedarse en una fiesta que empieza a languidecer? ¿Qué mejor que irse cuando aún se sienten los ecos de la compañía y el disfrute en el pecho, y el sabor en la boca es fresco todavía y no un regusto avinagrado?

Como lo presentía, si mis amigos se ejercitaban cada mañana, obviamente, no era para aguantar hasta la gran resaca posterior, sino para cumplir un papel decoroso mientras se podía bailar la música. 

Sin embargo, para finalizar estas líneas me ha provocado quitarle foco a la fiesta y pensar un instante en su escenario: si la humanidad ha colocado al planeta al borde de la insostenibilidad cuando hoy rondamos los 80 años de vida en promedio, ¿qué le esperará cuando vivamos el doble?

La respuesta la tendrán los escritores de ciencia ficción, mientras trotan.


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1 comentario

  1. Lucho Amaya

    Bueno, pues, Gustavo, usted mismo da la respuesta; si en los descuentos que está jugando (según el pronóstico de cuando nació) usted ha obtenido un premio (gran premio) ¿Por qué no también un sesquicentenario del futuro, para provecho del mundo (literario)?
    Saludos.

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