Una vez más, el aborto legal se sigue criminalizando
La interrupción voluntaria del embarazo en el Perú es una conducta prohibida por el Código Penal; un castigo que se extiende a la mujer y a los médicos que participen. La única excepción, desde 1924, es la interrupción por indicación terapéutica cuando es el único medio para salvar la vida de la gestante o evitar en su salud un mal grave o permanente. En este contexto punitivo, sin embargo, no solo muchas mujeres desconocen esta opción que privilegia su salud, sino que muchos médicos dudan si hacer esta recomendación o de aprobarla.
En el año 2001, una joven adolescente con las iniciales KL se vio en la necesidad de este procedimiento y se encontró con médicos que, con base en una interpretación incorrecta y restrictiva de la norma penal, se lo negaron. Ella denunciaría luego el caso ante el Comité de Derechos Humanos de la Organización de Naciones Unidas, que encontró al Estado peruano responsable de vulnerar sus derechos a no ser sometida a torturas o tratos crueles e inhumanos, a no ser objeto de injerencias arbitrarias en su vida privada, y a las medidas de protección que su condición de adolescente le requería, entre otros.
Aunque somos seres humanos plenos, a las mujeres se nos ha asignado históricamente un status diferente al de los varones en la mayoría de las sociedades del mundo. El derecho, como mecanismo principal de organización de las sociedades, ha seguido esta misma tendencia, alimentándola, justificándola y reforzándola a través de sus propias reglas. Por ejemplo, en el caso del Perú, no fue sino hasta la publicación del Código Civil de 1984 cuando las mujeres dejaron de considerarse sujetos de derecho dependientes de un varón en su familia (padre o esposo). Así, fue recién a partir de estas regulaciones civiles que las mujeres pudieron efectivamente trabajar fuera del hogar sin el veto de su padre o su pareja; y también heredar, abrir una cuenta de banco y, a la postre, tomar decisiones relacionadas con su propio proyecto de vida de manera autónoma.
No obstante estos avances, al día de hoy todavía no ha terminado la lucha por los derechos de las mujeres. Más aún, la existencia de esta lucha se explica precisamente en la resistencia de los Estados y las sociedades a reconocer y garantizar que las mujeres son personas humanas autónomas, y que sus derechos no deberían tener al varón como punto de referencia, sino que es necesario repensar las leyes con base en los proyectos de vida, necesidades y particularidades de, por lo menos, dos sujetos de referencia: los varones y las mujeres o, si acaso, un sujeto verdaderamente neutral (no sexuado como masculino).
Desde esta mirada, por la cual el derecho ha sido organizado, creado y recreado desde el punto de vista de los varones como sujeto de referencia —y se ha otorgado a las mujeres “los mismos derechos que al varón”— se explica, e incluso se justifica, que la regulación sobre la interrupción voluntaria de los embarazos no considere únicamente discusiones legales y médicas estrictas, y/o las particularidades y necesidades específicas de los sujetos sexuados femeninos, sino que además esté contaminada con criterios ético-morales que sirven a estructuras sociales patriarcales. En efecto, regular y garantizar el aborto desde un enfoque de género y de derechos humanos implica escuchar a las mujeres, considerar las razones que las llevan a abortar, y verificar que las medidas prohibitivas no previenen los abortos, sino que obligan a las mujeres más vulnerables a abortar en situaciones de precariedad y dudosa salubridad.
Regular y garantizar el aborto desde esas perspectivas requiere, además, entenderlo como un asunto jurídico complejo, que no solo involucra discusiones en torno al derecho a la vida, sino también acerca de los derechos a la privacidad personal, al desarrollo del propio proyecto de vida, a la libertad personal, a la autonomía y a la disposición del cuerpo, incluido el contenido uterino. Una mirada garante de los derechos de las mujeres desplazaría de la discusión cuestiones como la religión, la moral, las buenas costumbres y las construcciones sociales sobre la feminidad para dirigir la atención a la importancia del acceso a la educación sexual integral y a los servicios de salud sexual y reproductiva; a la necesidad de repensar las paternidades responsables y del fortalecimiento del sistema nacional de cuidado.
En un mundo ideal, la promoción y protección de los derechos de las mujeres no sería una lucha todavía vigente en la mayoría de las naciones. Si el derecho fuera, como se espera, el conjunto de reglas que busca proteger la humanidad de todas las personas y garantizar los derechos de todos y todas, se daría por sentado que los derechos de las mujeres deberían protegerse en igualdad. Que las mujeres sigan encontrando trabas para ejercer sus derechos más básicos bajo el amparo de la ley debería indignarnos como sociedad.
Los casos de KL, de LC, y de tantas otras compatriotas —entre las que ahora, lamentablemente, debemos incluir a Camila— debería avergonzarnos hasta el tuétano como sociedad. Las tres son mujeres peruanas que, cuando niñas, requirieron la protección del Estado, y a quienes este les dio la espalda. No se trata de incidentes aislados. Ese país que prefiere criminalizar o revictimizar a las niñas y adolescentes que necesitan acceder a un aborto terapéutico —que sí es legal— en lugar de indignarse por su embarazo como resultado de una o múltiples violaciones, ese mismo país en el cual la violencia contra las mujeres puede ser negada y relativizada libremente en televisión por tres varones —vea usted esta patética conversación y sus comentarios— es un lugar muy difícil y triste para haber nacido mujer.
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