Una invitación a la Casa Blanca y una reflexión sobre el poder
Hace unas semanas, recibí una invitación para visitar Washington D.C., la capital de Estados Unidos, una ciudad que siempre disfruto explorar. La invitación era para asistir a un evento en la Casa Blanca, organizado por el presidente Joe Biden y su esposa, la Dra. Jill Biden. Se trataba de la recepción anual con la comunidad latina, que reúne a personas de diversas áreas, como empresarios, periodistas, artistas, educadores y políticos. Mi primera reacción fue preguntarme: ¿cómo llegué a estar en la lista de invitados?
Como profesor e investigador, mi vida transcurre principalmente en salones de clase, campus universitarios y bibliotecas. Es cierto que también he colaborado con escuelas y diversas organizaciones comunitarias, tanto en Estados Unidos como en Perú. Cuando recibo invitaciones de este tipo, me gusta pensar que es porque podré compartir estas experiencias de manera significativa en esos contextos. Mi segunda reacción fue de sorpresa: ¡nunca había estado en la Casa Blanca! La sorpresa vino acompañada de incertidumbre: ¿con quiénes me encontraré? ¿De qué podré conversar? ¿Qué lecciones extraeré de esta experiencia?
Acepté la invitación y recibí las instrucciones del protocolo del evento, así que reservé mis boletos de avión y el alojamiento. Mientras tanto, la incertidumbre persistía hasta el día de viajar de Boston a Washington.
El día llegó y tomé el vuelo. La recepción sería por la tarde. Después de instalarme en el hotel y vestirme, me dirigí a la Casa Blanca. Me esperaban cuatro controles de seguridad y, mientras hacía fila en cada uno, observé a las personas: se saludaban, parecía que se conocían y manejaban las dinámicas del evento, todos muy elegantes. Razoné que es normal sentirse fuera de lugar al enfrentar nuevos espacios y experiencias. De pronto, escuché que inesperadamente alguien me llamaba: “¡Profe Américo!”. Me giré y vi que era una exestudiante mía.
Conversamos brevemente. Me comentó que desde que se graduó trabaja en la oficina de un congresista y que le apasiona el ambiente político de Washington. Le pregunté qué era lo que más le atraía de ese entorno, y sin dudar, me respondió: “Como mujer latina, es importante estar donde se toman las decisiones”. Añadió: “Espero entrenarme para el futuro allí”.
Esta conversación me recordó al exitoso musical Hamilton de Lin-Manuel Miranda, que reinterpreta la época de independencia de Estados Unidos en el siglo XVIII. Una de las escenas, “The Room Where It Happens” (La habitación donde ocurren las cosas), trata sobre las sutilezas y estrategias necesarias para definir el futuro de la nación. Más allá de las decisiones, lo atractivo es la posibilidad de ser parte del ambiente donde se ejerce el poder.
Mientras escuchaba a mi exestudiante, reflexionaba sobre el suntuoso salón donde nos encontrábamos y observaba la satisfacción de los asistentes al saberse elegidos para compartir el mismo espacio que el presidente y otras autoridades. ¿Quiénes están y quiénes faltan? Y entre los que estábamos, ¿cuál era nuestra responsabilidad hacia las comunidades que representamos y con las que colaboramos?
Por más atractivo que sea estar en el salón de las decisiones, el desafío es siempre expandir estos espacios y plataformas de acceso para que el poder no sea un fin en sí mismo, como bien intuye mi exestudiante. Aunque el evento narrado se enmarcó en el contexto estadounidense, en Perú también hay un largo camino por recorrer sobre nuestra tensa relación con el poder. Es crucial construir infraestructura para, a pesar de la actual crisis política, motivar a las personas capacitadas a no dejar de construir puentes y aspirar a estar en el “salón donde ocurren las cosas” con el objetivo de construir un país mejor.
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