¿Cómo sobrevivir a la ausencia del mafioso más encantador de la televisión?
Una de las metas irrecusables que me anoté para este año 2024 fue acabar con Los Soprano. La había comenzado en 2017, luego de que un buen amigo comenzara terapia y aquello disparara una conversación sobre series y películas que ficcionaban ese proceso. Él la terminó poco después. A mí se me traspapeló entre otras producciones más actuales, de ritmo rampante, cliffhangers al final de cada capítulo y un lenguaje audiovisual perfectamente pulido y ya para entonces estandarizado en todas las plataformas de streaming. Mucho se ha dicho sobre cómo Los Soprano cambió para siempre la calidad del contenido televisivo, pero en sus primeras temporadas todavía puede sentirse un desfase. Actuaciones fuera de tono en algunos personajes y una imagen todavía cruda jugaron en tándem para demorarme.
Aun así, regresé cada tanto a la historia de aquel hogar italoamericano. Tony Soprano, su personaje principal, era difícil de abandonar.
Si bien Los Soprano está vestida con balazos, muerte y mafia, su espina dorsal es el proceso psicoanalítico que Tony inicia luego de un ataque de pánico. Gracias a ese trabajo terapéutico, accedemos a las áreas ocultas de este capo de la mafia, que lucha por ser un ejemplo de padre de familia, marido, hijo y amigo, al tiempo que sus obligaciones diarias y su formación gansteril lo conducen por la vida como un asesino frío. Esa dualidad, aderezada por un infantil sentido del humor y una sensibilidad casi artística, transforma al criminal en el antihéroe perfecto.
Tony Soprano luce una alopecia profunda y un sobrepeso que lo ubica cerca de los ciento treinta kilos, pero así y todo podemos estar de acuerdo en que es el hombre más sexy de la televisión. Su aspecto no corresponde al del galán de telenovela, y sin embargo lo contemplamos como una figura magnética, dueña de un poder de seducción que obliga al espectador a tomar una de dos posiciones: queremos ser Tony Soprano o queremos que Tony Soprano nos ponga el ojo encima.
Así que seguí. Entre pausas larguísimas, sin urgencia, esperando cada una de sus apariciones con la certeza de que componían lo mejor de la serie. Hasta que al fin, a mediados de agosto, terminé Los Soprano.
La sensación fue la misma que me inunda cada vez que finalizo una serie así de colosal: el gusto de darle check a un pendiente importante y la pena de decirle adiós a grandes compañeros. Para compensar esa ausencia, busqué entrevistas a James Gandolfini —el actor que se metió en la piel de Tony Soprano— y al resto del reparto, que para mi sorpresa describían a Gandolfini como un tipo muy alejado de los rasgos brutales de aquel protagonista. Todo lo contrario, lo recuerdan como un hippie muy apasionado de la música y el teatro, gentil, cariñoso, comiquísimo. De alguna manera, en Gandolfini latía el lado B de Tony Soprano: ese carisma que ayudó a dar forma al fascinante gángster de Nueva Jersey.
Calculo que a todos nos pasa: vemos a un personaje en la pantalla y de inmediato lo identificamos con el actor detrás del papel. Queremos que sea él. Que exista en la dimensión en la que nosotros también lo hacemos. Pero nos equivocamos. El personaje no existe o existe a medias, hecho por pedazos, tomando prestada la naturaleza de ciertas personas de carne y hueso cuya importancia, muchas veces, orbita fuera de nuestro radar.
Hace unas semanas, HBO Max lanzó el documental Wise Guys: David Chase and The Sopranos. Me puse a verlo allí donde me agarró la noticia y entonces encontré el pedazo que faltaba. Era algo obvio, pero mi obsesión por la figura de Gandolfini había retrasado el hallazgo: si alguien en la vida real se parecía a Tony Soprano, no era el actor, sino David Chase, creador de la serie y guionista de buena porción de sus capítulos.
Chase no es un gángster, pero sí se muestra como un tipo parco, de gesto serio, algo miserable, que da la impresión de aborrecer al mundo —incluyéndose a sí mismo— y que, sobretodo, encarna la paradoja esencial de Tony.
Todo queda perfectamente ilustrado cuando el documental cuenta cómo Chase dio con la idea del millón: fue una colega quien le hizo notar lo llamativo de verlo como un poderoso productor de televisión que, sin embargo, se volvía un infante cuando hablaba de su madre y de los traumas que aquella mujer le generó. Adicionándole algunas dosis de asesinatos a pedido, peleas a puño, sacadas de vuelta y un poco de droga por aquí y por allá, la receta quedó lista. Chase se transfiguró en Tony Soprano y Gandolfini, tras ser elegido para el papel, le sumó el encanto que convirtió a la serie en un fenómeno mundial.
El descubrimiento me hizo pensar en cuántos otros guionistas proyectan sus vidas y personalidades desde las sombras. Rostros anónimos que nadie reconocería en la calle. Uno de los ejemplos más notorios: Charlie Kaufman, cuya neurosis vimos retratada por John Cusack en ¿Quieres ser John Malkovich?, por Nicholas Cage en El ladrón de orquídeas, por Jim Carrey en Eterno resplandor de una mente sin recuerdos y por Philip Seymour Hoffman en Synecdoche, New York. Todos ellos celebridades a las que no dudaríamos en pedirles una foto, mientras Kaufman quizás se ofrecería a tomarla, ojalá en paz con la idea de que su lugar en Hollywood nunca será el de la estrella megafamosa.
Sabemos que las historias no les pertenecen a quienes ponen la cara para la cámara, pero de todas formas nos resistimos. La ilusión nos sigue diciendo que James Gandolfini es Tony Soprano. Si todavía estuviera vivo, sería factible encontrarlo acodado en la barra del Bada Bing!, su bar de striptease, o manejando su enorme camioneta Chevy Suburban por el puente Washington de Nueva Jersey. Nos empecinamos en creer que detrás de la sonrisa campechana de Gandolfini aguardaba una violencia capaz de estrangularnos, y también aquella con la que hubiésemos querido que nos haga el amor en un hotel al paso, a espaldas de su esposa Carmela.
Chase, por otra parte, nos importa poco. Su cara es una de las caras menos interesantes del planeta. Su personalidad tampoco da para mucho. Dos horas y media de documental nos explican que el genio detrás de Los Soprano es él, pero ni con eso nos convencemos.
Tony Soprano es otra cosa. No puede ser David Chase.
Tony Soprano sobrevivió a la serie y murió seis años después, en 2013, por un ataque al corazón producto de sus mal tratados hipertensión y sobrepeso. El certificado de defunción dice que se llamaba James John Gandolfini Jr., pero todos sabemos quién era en realidad.
El capítulo final nos lo dice muy claro con esa canción de Journey que suena en la rocola: Don’t Stop Believin’.
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