El virus durará un tiempo. Lo que vivimos se quedará entre nosotros
En marzo del año pasado entrevisté a la escritora argentina Mariana Enríquez. Naturalmente, empezamos hablando de esa marea negra y de muerte cuyas olas comenzaban a levantarse frente a todos. Le pregunté de qué manera se enfrenta un fenómeno como la pandemia desde la literatura, pero Mariana —cuyo material de trabajo es en buena parte la fantasía terrorífica— estaba abrumada. Me explicó que para ella escribir es un trabajo de la imaginación y la sensibilidad, y que por ello un evento de estas dimensiones tendría aún que ser procesado por su subjetividad. Solo así sería “literaturizable”. Es decir, como en el caso de otras catástrofes, sería necesario el tiempo y la distancia de esta para observarla, interiorizarla, asumirla y acaso, recién, narrarla. Es casi un tópico.
Nadie tenía claro entonces que un año después el virus continuaría aquí, en nuestros días y nuestro espacio, sin fecha de retirada. El desastre ha invadido la distancia y el tiempo, convivimos con él. Todos somos parte de un suceso sin precedentes, somos la generación de la pandemia. Quizá por eso a veces no nos damos cuenta de que es —recién; por mucho será— un inmenso dinamo de contenidos. La cantidad de información que venimos metabolizando es inédita.
Boccaccio escribió los cuentos del Decamerón apenas sufrida la peste negra en Florencia. Ya en marzo del año pasado Paolo Giordano entregó un notable ensayo titulado En tiempos de contagio. Ese mismo mes, el periodista y poeta Jaime Rodríguez Z. publicaba una estremecedora crónica de su propia pesadilla en Vice. Y desde ese momento han surgido infinidad de libros, estudios, investigaciones, películas, documentales sobre el tema. La angustia ha sido traducida por los artistas en todos los soportes y, cada quien, sea en un post, en un comentario, en una conversación, ha sido un testigo y un narrador de la pandemia. Una explosión global de autorreferencialidad. Todos tenemos algo que contar, lo necesitamos. Nos apremia. Los nuevos medios, además, nos animan a ello.
Pero pienso también que uno de los libros más citados (y seguro menos leídos) en los últimos meses ha sido el Diario del año de la peste, de Daniel Defoe. Este relato ficticio, teñido de verosimilitud con las herramientas del periodismo y el ensayo, fue realmente redactado seis décadas después de la darse la última plaga bubónica en Londres (1665-66). Y Brueghel el Viejo pintó El triunfo de la muerte más de dos siglos luego de la gran peste, lo que demuestra que esta, tras llevarse entre la tercera y la cuarta parte de la población de Europa, había dejado un impacto del que el continente aún no se recuperaba, una huella del miedo que nunca se fue del todo: se temía que volviera, una amenaza que no dejó de acechar incluso a quienes no la vivieron ni remotamente. Y regresó.
En lo que estoy pensando es en algo poco avistado todavía. No hemos tenido oportunidad. Me refiero a la creación de lo que desde muy pronto y por larguísimo tiempo será el Gran Relato Pandémico.
No hablo, por supuesto, solo de la literatura. La pulsión de documentar y contar nos es común a los humanos, sea a través del arte o no. Me refiero al dominio casi absoluto de la pandemia en el relato de la historia que viviremos las próximas décadas. A veces de forma directa, a veces indirecta; abstracta o figurativamente será omnipresente en todo lo que se cuente. A partir de ahora, y como reflejo del sentir individual y colectivo, los libros, las películas, las series de TV, los ensayos, los chistes, las obras de teatro; la política y la ciencia, la educación y la reflexión; los recuerdos personales y familiares; toda narración, para ser verosímil, será transida por lo sucedido entre el 2020 y, al menos, el 2022.
Pienso en cuánta gente, incluso fuera de Estados Unidos, marcó para siempre en su calendario vital el día que mataron a Kennedy o cuando Armstrong pisó la Luna. Todas las culturas tienen sus hitos, sus fechas célebres. Los peruanos usamos, por ejemplo, la noche de la captura de Abimael Guzmán o el golpe del 5 de abril como parteaguas históricos. Sucesos puntuales, ocurridos un solo día y con impacto real para un grupo de ciudadanos del mundo. Si evocamos un cataclismo verdaderamente devastador y “global”, es casi seguro que pensaremos en la Segunda Guerra Mundial, acabada décadas antes de nacer la mayoría de nosotros. Ocurrió sobre todo en Europa, pero sea por la devastación sin igual o porque había más formas de registrarla y comprenderla, esta sigue estando presente en el imaginario popular de todos.
Pero esto que estamos viviendo es distinto. En los 15 días que duró la Batalla de Berlín murieron unas 180 mil personas. En Ayacucho, durante el conflicto armado, más de 25 mil. Lo ocurrido en un paraje y otro, si bien horroroso, no estuvo jamás conectado. La pandemia, por el contrario, ha golpeado al mismo tiempo y por igual a los berlineses y a los ayacuchanos, quienes sobreviven al temor, sufren el colapso de los sistemas sanitarios, ven su mundo transformarse y, en muchos casos, lloran a sus muertos. Y todos lo cuentan por diferentes vías y a la vez. Y dentro de cinco, diez, 20 años, por más esfuerzos que puedan hacer una u otra administración pública para trabajar por la salud común, lo cierto es que en Berlín y en Ayacucho no dejarán de recordar, acaso diariamente, este tiempo. Siempre. Y probablemente con dolor. Será inevitable.
Si se cumplen aunque sea en parte las predicciones de un grupo de expertos consultados por The Economist recientemente viralizadas, los cambios sociales y económicos solo nos van a conectar con el suceso: la normalidad será una evocación perpetua de estos años y de la cola que traerán. Muchas dinámicas en múltiples ámbitos —¿en todos?— se verán afectadas por la crisis. Fenómenos que normalmente hubieran tardado años en darse (el teletrabajo, sin ir muy lejos) se han acelerado de forma insólita. Y estos cambios llegarán juntos y a todos. Todos tendremos nuestra versión del asunto, nuestra historia que contar, lo que hemos visto. Seremos juntos una gran caja de resonancia con múltiples y singulares significados, hasta que llegue el día en que se genere algo como un discurso oficial; el que le dará significado al gran borrón con una extraña cuenta nueva para la humanidad que vendrá. Un año cero que tardará mucho más que 365 días.
En otra parte de la entrevista le pregunté a Mariana por qué ambientaba la mayoría de sus historias en un tiempo reciente pero no contemporáneo. Y la razón es, sobre todo, porque cree que la tecnología, los celulares, por ejemplo, la inmediatez, les quitan clima a sus historias terroríficas. ¿Podrá más adelante evitar lo vivido durante estos tiempos? No lo creo. Quizá no lo trate directamente, pero subyacerá en sus textos. El miedo. La asfixia. La desconfianza. El encierro. La partida de tantos. ¿Qué poemas escribirá Victoria Guerrero? ¿Qué películas harán los hermanos Vega? ¿Qué pintará Polanco?
La pandemia es un organismo de muerte paradójicamente vivo y masivo que el tiempo se encargará de integrar a nuestro devenir. Y al de nuestros hijos, y acaso al de nuestros nietos, a menos que un suceso aún peor pase a ocupar su lugar. Háganse la idea: nunca se irá, estará en todo. No podremos desligarnos de su relato porque lo hemos conocido de primera mano; es más, porque somos parte de él.
Y nos sobrevivirá.
Muy buen texto, Dante. Todos somos relatados por la pandemia sin cesar y las simbolizaciones artísticas llegarán , como ocurrió con la gran pandemia de la Gripe «Española» (1918-1921).