Aunque suene duro, escapar de la ciudad y de la familia en estas fechas extrañas es capaz de traer alegría
En este último tramo del año, operé de forma contraria a la que se suele esperar de quienes viven alejados de sus familias. Mientras los peruanos en el extranjero y los limeños fuera de Lima organizaban sus vacaciones para pasar las fiestas cerca de los suyos, yo planifiqué un viaje que me depositaría en la capital desde fines de noviembre hasta la quincena de diciembre, para después escapar de regreso a Urubamba. Fue una decisión guiada por algunas circunstancias —conciertos de mi banda, la grabación apurada de un disco—, pero no del todo involuntaria. Confieso que me gusta estar lejos en Navidad.
La primera vez fue en 2008. Me encontraba entonces en Wyoming, refugiado de las temperaturas gélidas en un tráiler alfombrado pero precario, acompañado de otros chicos peruanos y latinoamericanos. El menú de la cena fue puré de papa con arroz, vodka con jugo de naranja y rock en español. A eso de las diez de la noche, sonó el timbre y del otro lado de la puerta encontramos a Diane, una señora estadounidense mucho mayor que nosotros que aseguró que llegaba por invitación de Raúl, el colombiano, que en ese momento disfrutaba de una cena navideña distinta. Un mensaje de texto de Raúl nos confirmó la versión de la señora, pero no dio más explicaciones. Solo pedía que lo disculpemos por haberla dejado plantada sin avisar. Nos tuvimos que enterar por boca de ella que entre ambos venía tejiéndose una especie de affaire –o intercambio, en realidad– que culminaría el día en que se casaran y aquello le procurara una green card a nuestro amigo, conspiración que fracasó el día en que Raúl reculó su propuesta de entregar su cuerpo y virilidad a Diane. Un asunto gracioso y también bastante triste.
Más allá de lo insólito, fue una Navidad divertida en la que se juntaron distintas soledades. Hubo tristeza y homesickness, sí, pero esta última acabó sintiéndose como un acierto. La eterna repetición de las cenas navideñas familiares descansó por una vez, y a cambio obtuvimos una historia fresca, el amorfo amorío de Raúl y Diane, la nieve hasta los talones cuando salimos a buscar más alcohol y cigarros, un aroma de Nochebuena raro y renovado.
Pasarían trece años antes de volver a vivir Navidad fuera de Lima.
Ocurrió en 2022. No teníamos ni tres meses de instalados en Urubamba y ya se acercaban las fiestas. Se nos hizo absurdo regresar a la capital tan pronto. Acabábamos de despedirnos de nuestros amigos y familias. Quisimos probar.
El resultado: una noche de mucho vino barato y risotto, el único plato especial que sé preparar. L y yo a solas, como en una cita romántica larga que aproveché para demostrarle, a su pesar, que sabía tocar entero el Enema of the State de Blink 182, y en la que además tratamos de superar juntos, en una misión co-op, el atrapante videojuego Risk of Rain (hazaña de la que L salió victoriosa solo cuando al fin se liberó del peso de mi incompetencia). Una Nochebuena absolutamente nerd que gozamos en compañía de nuestro perro Milo y de una cachorra pitbull que por esos días rescatamos de la calle, sumando así la figurita solidaria que nos faltaba en el álbum de la Navidad perfecta. La mañana siguiente la pasamos en cama y disfrutamos de otro regalo que nos habíamos hecho: la remasterización de Resident Evil 2.
Pocas cosas han tenido más sentido en la construcción de una idea de hogar que aquella Navidad que vivimos tal cual queríamos, instaurando nuevas tradiciones y rituales, ocupando las horas de la forma más caprichosa.
Hoy, después de una Navidad 2023 en Lima llena de reencuentros —y también de bemoles—, recibimos con entusiasmo la oportunidad de poder pasarla, otra vez, alejados de ese caos urbano que Roxana Barrantes retrató tan bien en su última columna para Jugo.
La alegría anticipada por estar a punto de pasar Navidad a nuestra manera se cruza, por supuesto, con la pena de no acompañar a nuestras familias en esas cenas y almuerzos en los que uno siente felicidad y vulnerabilidad por igual, la extraña sensación que tienen estas fechas. A cientos de kilómetros de distancia, intentamos no pensar en que pueden ser las últimas para algunos.
Es una ambivalencia amarga que felizmente se me pasa cuando pienso en los amigos con quienes cenaremos la noche del 24 y me pregunto si acaso nos tocará la puerta algún invitado sorpresa. Sería gracioso. Y triste. Una anécdota fresca. Tiro la pena lejos mientras reviso mi wishlist de videojuegos. Saboreo ya mismo el vicio que nos meteremos L y yo desde la cama el 25, aprendiendo comandos y superando niveles, reafirmando que aquello también puede llamarse Navidad. Y recordando que aquí, en mi casa, con mi pareja y mi perro —los míos—, hay más que suficiente de familia y hogar.
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Tocaste un tema que muchos hemos vivido en navidades. Sobre todo en esos momentos de alegria , risas, abrazos y también algunas lagrimas o penas.
Espero que esta Navidad te sea leve, Luis. Un abrazo.
Habla primo querido estamos en las mismas, però por lo lejos que estamos de la familia , sera una navidad muy diferente para mi però con personas nuevas que estan trabajando conmigo vamos a ver que sale de todo esto lo mostro es que hay nieve como en esa ocacion tuya , espero que me pare lo mismo una historia aparte de lo festivo un fuerte abrazo Giacomo, ya conversaremos despues felices fiestas
Primo, lindo leerte por aquí. Se te extraña, pero ya nos veremos pronto en Europa. Próximo año nos mudamos a Madrid. Te mando un abrazo grande. Recuerda que de los momentos difíciles siempre salen muchas anécdotas.