Abrazos


Si tuviera que elegir una sola palabra de todas las que evoca el Bicentenario de la Independencia, ¿cuál escogería usted para bien o para mal?


Fernando Iwasaki es historiador y escritor, interesado en los estudios culturales con énfasis en las identidades, los imaginarios, las globalizaciones, la literatura comparada y la historia de las religiones. Es autor de 3 novelas, 8 libros de relatos, 10 ensayos literarios, 4 monografías históricas y 8 compilaciones de artículos y crónicas. Sus últimas publicaciones son Célula Padre. Biopsia literaria (Renacimiento, 2023), Brevetes de Historia Universal del Perú (Alfaguara, 2021), Mi poncho es un kimono flamenco (UNAM, 2021), Sevilla, sin mapa (Gong, 2021) y ¡Aplaca, Señor, tu ira! Lo maravilloso y lo imaginario en Lima colonial (FCE, 2018). Es doctor en Historia de América, premio Rey de España de Periodismo 2015, miembro de la Academia Puertorriqueña de la Lengua y profesor titular de Retórica en la Universidad Loyola Andalucía. www.fernandoiwasaki.com

Me pidieron elegir una palabra que complementara a esa otra tan pronunciada recientemente, “bicentenario”, y elegí “abrazos” porque, tal día como hoy, hace 200 años, los comandantes generales del ejército libertador y del ejército realista acordaron en Ayacucho que los combatientes que tuvieran un hermano en el bando enemigo pudieran darse un abrazo antes de la batalla.

Nuestra vida cotidiana está colmada de expresiones como “adiós”, “cuídate”, “¿cómo estás?”, “me alegro de verte” o “¿cómo te encuentras?”, que, según el filósofo Josep María Esquirol, demuestran la existencia de una filosofía de la proximidad, porque lo humano supone la acogida, el amparo, la dulzura, los cuidados y la amabilidad, detalles de humanidad que siempre han ido acompañados del abrazo.

En el canto XXIV de la Ilíada, Príamo se abrazó a las rodillas de Aquiles para suplicarle que le devolviera el cadáver de su hijo Héctor, y ambos terminaron llorando abrazados. Por eso la helenista francesa Jacqueline de Romilly dedicó un ensayo —La douceur dans la pensé grecque (1979)— a demostrar la importancia de la dulzura, la indulgencia y la compasión en una sociedad airada y aguerrida como la de la antigua Grecia.

Los abrazos de Ayacucho, por lo tanto, podrían ser únicos y sui generis en la historia universal de las guerras.

Pienso en la Nochebuena de 1914, cuando se produjo un espontáneo cese del fuego en las trincheras del frente occidental de la I Guerra Mundial. Sabemos que los soldados intercambiaron cigarrillos, raciones, periódicos, aguardientes y que hasta jugaron partidos de fútbol para escándalo de los jefes de ambos ejércitos. Sin embargo, no creo que todos los abrazos de aquella Navidad fueran fruto de una genuina dulzura, porque Robert Graves en sus memorias —Good-Bye to All That (1929)— nos reveló cómo tras las trincheras, cada ejército tenía prisioneras en barracones a cientos de muchachas francesas, secuestradas para los desahogos de sus tropas.

Vuelvo a los abrazos del campo de batalla de Ayacucho y me pregunto: si fueron auténticos, ¿qué prefiguraron?

Según el colombiano Manuel Antonio López, autor de Recuerdos históricos de la guerra de la independencia publicado en 1889, las parejas de hermanos que se abrazaron apenas pasaron de las cincuenta. Citó a los hermanos colombianos Cuervo, Zornoza y Torres; a los hermanos venezolanos Gras y Guerra, y a los hermanos bolivianos Blanco Soto. Pero fue singularmente prolijo con el abrazo que se dieron los hermanos valencianos Antonio y Vicente Tur. A esta misma pareja de hermanos hizo alusión el peruano Juan Basilio Cortegana, veterano de Ayacucho y cuya Historia del Perú no ha sido publicada hasta 2023, a pesar de estar fechada en 1848. ¿No hubo hermanos peruanos notables enfrentados en la Pampa de la Quinua? ¿Por qué casi todos fueron colombianos, españoles y venezolanos?

La mayoría de los hermanos repartidos en ambos ejércitos había pertenecido al Batallón Numancia, creado en Venezuela por el ejército realista en 1813. Aquel regimiento salió de Nueva Granada a pie y llegó a Lima en marzo de 1819, pero en diciembre de 1820 se pasó al bando del libertador San Martín. Hablamos de 671 soldados novogranadinos y 325 peruanos, aunque entre los peruanos habría que incluir a tarapaqueños y altoperuanos. Cuando Sucre asumió el mando del ejército, el Batallón Numancia se convirtió en Voltígeros de la Guardia.

Los abrazos de Ayacucho no han servido de inspiración ni a poetas ni a novelistas, precisamente porque no irradian amparo, acogida, dulzura o humanidad. Más bien, los abrazos de Ayacucho prefiguraron otros apretones que sí recuerda la historia, como el “Abrazo de Maquinguayo” —cuando las tropas de José Rufino Echenique se pasaron a las de Orbegoso en 1834, para luchar contra Gamarra y Bermúdez— y el “Abrazo de Vergara”, cuando el

carlista Rafael Maroto se rindió ante el isabelino Baldomero Espartero en 1839. Todos los militares mencionados combatieron en Ayacucho y luego terminaron enfrentados entre sí, lo que significa que aquellos “abrazos” fueron corolarios de traiciones, vilezas y trapacerías.

En Reflexiones sobre la Historia del Perú en el campo de la batalla de Ayacucho, José de la Riva Agüero criticó la “fraternidad falaz” de los vencedores de Ayacucho, porque “capitulados” y “libertadores” militaron en las mismas filas que apenas unos años después se desangraron en cruentas guerras civiles, a pesar de “abrazos” como los de Vergara o Maquinguayo. Abrazos de alevosía, humillación o contubernio. Ningún abrazo dulce o fraterno de amparo y acogida.

No obstante, el 9 de diciembre de 1824 se enfrentaron dos hermanos peruanos cuyo abrazo no ha sido recogido por la historia. Hablo del comandante realista Leandro Castilla y del capitán patriota Ramón Castilla. 
Apenas hay referencias a Leandro Castilla y Marquesado en la historiografía peruana, pues no lo mencionan ni Mendiburu, ni Tauro del Pino, ni Basadre. Ricardo Palma ha sido quien más líneas le ha dedicado en una de sus Tradiciones Peruanas —El godo Maroto—, aunque ya sabemos que no se trata de una fuente histórica rigurosa. Con todo, gracias a historiadores chilenos, argentinos y españoles podemos asegurar que los hermanos Castilla se enrolaron siendo adolescentes en el ejército realista y que pelearon contra los libertadores en Rancagua y Chacabuco. En 1817 ambos hermanos fueron capturados y enviados a la prisión argentina de Las Bruscas, de donde se fugaron bajo las órdenes del capitán realista Fernando Cacho y con quien huyeron a través de Buenos Aires, Montevideo, Río de Janeiro, la selva amazónica del Mato Grosso, Santa Cruz, Puno, Cusco y Huancavelica, hasta que llegaron a Lima en 1820, tras cinco meses de peligros y aventuras, que, supongo, debieron unir todavía más a los hermanos Castilla y Marquesado. Por eso nos llama la atención que el joven Ramón desertara como portaestandarte realista de Dragones y solicitara su ingreso al ejército libertador en diciembre de 1821.

Basilio Cortegana escribió que “sobre los motivos de su pase se ha hablado poco favorablemente a su conducta personal”, y Manuel Atanasio Fuentes —en su libelo de 1856— dejó caer que Castilla perdió en el juego todos los fondos del cuerpo de Dragones. Carecemos de más información al respecto, aunque las veleidades con el naipe del futuro mariscal están de sobra documentadas. ¿Sería posible que aquel oprobio hubiera enemistado a los hermanos Castilla? Lo cierto es que después de la derrota de Ayacucho, Leandro Castilla y Marquesado partió hacia España con Fernando Cacho, donde se unió a los carlistas y peleó contra Baldomero Espartero bajo las órdenes de Rafael Maroto, quien traicionó a los suyos en el famoso “Abrazo de Vergara”. Leandro Castilla se atrincheró en la fortaleza de Morella y resistió durante meses el asedio de Espartero, hasta que en 1840 se entregó y arrió la bandera de la calavera y las tibias que todavía se exhibe en el Museo del Ejército de Toledo. Leandro Castilla se exilió una vez más en Francia y, en consecuencia, no se le recuerda ni en el Perú ni en España, porque fue un absolutista reaccionario cuya memoria solo reivindican hoy ciertos movimientos tradicionalistas ultramontanos.

No es verosímil que los hermanos Castilla echaran unas risas en el hospital de campaña después de la derrota de Ayacucho, tal como podemos leer en El godo Maroto de Ricardo Palma. Su presunto abrazo no nos consta, aunque sí sus luchas encarnizadas contra sus antiguos camaradas del campo de batalla de Ayacucho.

Sin embargo, cuando el expresidente Ramón Castilla fue deportado a Europa en 1865, viajó hasta Pau con la intención de ver a Leandro, aunque solo pudo presentarle sus respetos a doña Dolores, su desolada viuda. ¿Visitaría la tumba de su hermano en el cementerio de Pau? Imposible saberlo. En cualquier caso, de todos los abrazos de Ayacucho, el abrazo pendiente de los hermanos Castilla prefigura una historia republicana que deberíamos reescribir en busca del amparo, la amabilidad, el consuelo y la dulzura de los abrazos verdaderos.

En Warma Kuyay (1933) y en Los ríos profundos (1958), un niño llamado Ernesto se desvive por ser abrazado y él mismo abraza a los pongos y a los árboles, tal como el pequeño José María Arguedas se refugiaba junto a las mujeres de la cocina de la casa de su madrastra en Andahuaylas, “entre el fuego y el amor”.

Según los testimonios conocidos, los hermanos que se abrazaron en Ayacucho antes de la batalla, también se retaron y ofendieron, avergonzados unos de los otros por sus opciones políticas. ¿Sería así en realidad? No me extrañaría que se tratara de una exageración retórica impregnada de patrioterismo impostado.

Por eso deseo recordar Masa, el poema donde César Vallejo sí supo plasmar la dulzura que echamos en falta: “Al fin de la batalla y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre y le dijo: no mueras, te amo tanto”.
En Masa caben todos los abrazos: el de Príamo al matador de su hijo y el de Nietzsche al caballo azotado de Turín, pasando por los abrazos que Arguedas fantaseó para sus dos Ernestos: “Entonces, todos los hombres de la Tierra le rodearon. Los vio el cadáver triste, emocionado. Incorporose lentamente. Abrazó al primer hombre. Echose a andar”.

Los peruanos somos ese cadáver árido de dulzura, que camina sin saber a quién abrazar. Como Ramón Castilla vagando entre las tumbas del cementerio de Pau, cuando fue a buscar en vano a Leandro, para darle el abrazo que nunca le dio en Ayacucho.


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2 comentarios

  1. Andres Recalde

    Muy relevante tu reflexión Fernando.
    No soy historiador pero si un asiduo lector de la historia del Perú (aun mas siendo parte de la diaspora Peruana).
    Quiero preguntarte por una guia para encontrar investigacion historica que demuestre la presencia del sentido de peruanidad. Me refiero, entre los combatientes de la campaña de independencia de España.
    Creo que fue López Albujar que en uno de sus relatos incluye el caso de una comunidad andina en el Perú. Los militares llegan para izar la bandera y solicitar reclutas para la campaña. La comunidad la mira y se pregunta… ¿Qué es el Perú?
    Disculpame por la imprecision de la cita. Solo quiero dar mejor contexto a mi pregunta.
    Gracias y un abrazo!

  2. Mil gracias por el comentario, Andrés. No creo que sea del todo posible encontrar algo parecido a un «sentimiento de peruanidad» entre los combatientes por la Independencia. Me explico. El Estado peruano ni siquiera estaba en construcción y por entonces no existían todavía las repúblicas de Ecuador y Bolivia. El poeta guayaquileño Alejandro Olmedo, autor del poema dedicado a la batalla de Junín, tenía más vínculos con Lima que con Quito. Y no olvidemos que nuestro primer presidente, el mariscal La Mar, había nacido en Cuenca, hoy Ecuador. Por otro lado, en mi texto hago mención a los hermanos Blanco Soto, citados como «peruanos» en las fuentes originales, aunque entonces eran llamados «altoperuanos» y más tarde uno de ellos llegó a ser el presidente más fugaz de la historia de Bolivia.
    Sucede que en en los últimos 40 años le hemos dado una gran importancia a la «identidad» y hemos considerado una suerte de atraso que el Perú no hubiera tenido una burguesía nacional fuerte en el siglo XIX. Sin embargo, a lo largo del siglo XIX muchos países europeos -España incluida- tampoco tuvieron burguesías nacionales poderosas. Ni Polonia ni Portugal, ni Rumania ni Italia, ni Grecia ni Dinamarca. En realidad, ha existido un uso y abuso historiográfico de los espejos de Francia e Inglaterra.
    Y para terminar, las propias tropas realistas estaban divididas durante los años de la Independencia, entre liberales y conservadores y absolutistas y constitucionalistas. Por lo tanto, desde mi punto de vista sería demasiado pedir que hubiera existido un «sentimiento de peruanidad» en 1824.
    Espero haber aportado alguna luz a la pregunta.
    ¡Feliz Navidad!

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