¿Cuándo ocurrirá que la vergüenza realmente cambie de bando?
Esta semana finalizó el juicio a Dominique Pelicot, quien fue condenado a 20 años de cárcel por violar sistemáticamente a su esposa después de drogarla, además de ofrecerla a otros hombres a través de internet para que hicieran lo mismo. Los 51 implicados también han sido condenados y en este megajuicio —realizado en Aviñón, Francia— ha quedado evidenciado que los violadores no eran monstruos que acechaban en las calles oscuras, sino personas comunes y corrientes, padres de familia, hijosy hermanos de otras personas comunes y corrientes.
Gisèle Pelicot, la esposa, demostró una entereza inmensa durante todo el proceso y, con gran valentía, se ha convertido en el rostro visible de las victimas luego de pedir que el juicio fuera público y de proclamar que ya era hora de que la vergüenza cambie de bando. Esto le fue posible, sin embargo, porque de alguna manera ella es la victima perfecta. No se le podía acusar en ningún momento de habérsela buscado, como sucede con muchas víctimas de violencia sexual: el hecho de que su marido la drogara hasta convertirla en un cuerpo inerte la exime de toda responsabilidad. Nadie podría preguntarle si usaba minifalda, o demasiado maquillaje, o si es que bailaba de manera provocativa en un bar. En su caso, era su compañero de vida quien había decidido tomar su cuerpo y hacer de él lo que quisiera, incluso invitando a otros hombres a abusar de ella.
Lo más trágico de esta historia es que la violencia ejercida sobre ella no es una anomalía. Las cifras de las mujeres, niñas, niños y hombres abusados sexualmente, casi en su mayoría por otros hombres, son aterradoras a nivel mundial. Y casi tan aterrador resulta que el número de quienes llegan a enfrentar juicios por estas acciones son mínimos y que, aun en los casos en que llegan a verse ante la ley, la proporción de los que terminan cumpliendo una condena es bastante menor, considerando la prevalencia que tienen este tipo de abusos. Un agravante es que, muchas veces, este tipo de comportamiento sucede en casa; son los padres, esposos, tíos, padrastros, hermanos, primos y otras personas cercanas quienes se aprovechan de los que menos pueden defenderse.
En muchos casos, las víctimas pasan años en silencio y sin entender realmente que han sido violentados, como lo dejaron muy en claro Gonzalo Cano y José Enrique Escardó en la conversación que tuvieron con nosotros en un Martes de Jugo sobre los abusos del Sodalicio. Lo más terrible de estas situaciones es que se trata de un crimen contra la confianza: una vulneración que no solamente ataca el cuerpo, sino todo el aparato psicológico de una persona. En muchos casos, las víctimas no solamente no tienen acceso a la justicia, sino que deben cargar una vida entera con las heridas infligidas sobre sus cuerpos y almas, sin poder alcanzar siquiera la posibilidad de hablar abiertamente de lo sucedido. Menos aún, pensar en denunciar a los victimarios.
El juicio de los “crímenes de Mazan”, como se llamó eufemísticamente al caso Pelicot, ha abierto una vez más el debate sobre el abuso que comenzó con los movimientos “Ni una menos” y “Me too”. Ha vuelto a traer energía a un proceso cultural lento, pero no por ello menos importante, de cambiar nuestra concepción sobre el abuso, dejar de romantizarlo y llamarlo como realmente es. En gran medida, me alegra que poco a poco esté cambiando la narrativa sobre los cuerpos y el abuso de ellos, por lo menos en el espacio y debate público. A pesar, claro, de que la mejora no sea necesariamente lineal o sencilla, y que veamos retrocesos al mismo tiempo que avances.
Celebro, por ejemplo, que este año una serie de televisión como Bebé Reno haya puesto de manera tan directa y sin tapujos lo que puede llegar a significar el abuso; comenzando por lo que en inglés se conoce como grooming o captación para el abuso sexual, el stalking o acoso, así como tener o forzar una relación donde hay un claro desbalance de poder. Ahora que estamos en temporada festiva, aprovechemos de reflexionar sobre la gran diferencia que hay entre este punto de vista y el clásicocinematográfico de Navidad del 2003, Love Actually (Realmente Amor): esta colección de viñetas supuestamente románticas es,en realidad, algo mucho más oscura desde la perspectiva de hoy, más de veinte años después. El primer ministro quiere tener algo con su subordinada, a quien se la describe como “una gordita que le sirve el té”, y aun así no hace mucho cuando el presidente de los Estados Unidos se sobrepasa con ella. Un escritor que ha sido engañado por su novia encuentra consuelo en la señora que limpia su casa, a pesar de que no pueden hablar el mismo idioma. Un director de escuela tiene un amorío con su secretaria y le compra un regalo caro, en tanto su esposa cree que es para ella, y, cuando se da cuenta de que no es así, llora a solas y finge que no se ha enterado. El resto de las historias son más o menos así de problemáticas, pero quizás la peor sea la de los recién casados: una noche cercana a Navidad, el mejor amigo del esposo se presenta en la puerta y le declara su amor absoluto con una serie de carteles a la esposa, que mira atónita y sin decir una palabra. ¿Es eso amor, o acoso?
Obviamente que el pasado es pasado, pero la manera en que representamos las cosas importa y sigue importando. No olvidemos que, en su corazón, las tres novelas más significativas de mediados del siglo XX peruano —Conversación en la Catedral, Los geniecillos dominicales y Un mundo para Julius— narran una violación y las tratan de manera muy diferente. Y en estos días en que Gabriel García Márquez vuelve a boca de muchos con la adaptación audiovisual de Cien años de soledad, he visto varios videos donde se leen fragmentos de sus novelas y cuentos, y lo que se ve tampoco es amor: es abuso, usualmente de niñas, algunas de diez años. Después de un par de chascos, he decidido no releer algunos de los libros que me fascinaron en la adolescencia. El mayor choque se dio al revisitar una novela que consideraba como una de las mejores que había leído, y ya no la soporté. Gracias a dios, hoy ya no es aceptable lo que se consideraba normal en los 50 y 60, que es cuando se escribieron esos libros.
Pero las cosas cambian a una velocidad de glaciar. Si bien Gisèle Pelicot logró por un momento que la vergüenza cambie de lado, recordemos que se debió en gran parte a que era una víctima perfecta, y tal no es el caso de la mayoría de personas abusadas, algunas de las cuales, en estas fiestas de fin de año, tendrán que sentarse frente a sus abusadores y no decir nada.
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Cuando empecé a leer su jugo me pareció un artículo periodístico, uno de tantos ya leidos en los periódicos o en redes sociales. Pasando la mitad ya le ví el peso de su artículo y valoré mucho el análisis del cambio de actitudes frente esta realidad cruel que no se debe esconder.