¡Horror, Navidad!


A poco del 25 de diciembre, una economista muy seria se pone confesional con el caos de estos días.


Me debatía sobre qué tema escribir esta semana, hasta que en una reunion con mis colegas jugueros me di cuenta de que sería anticlimático hacerle caso a mi preocupación ciudadana cuando falta tan poco para la fiesta navideña.

Esta decisión viene apuntalada por varios motivos. El primero es que aquí, en nuestra tierra, el espíritu navideño empieza a soplar en noviembre, lo que no hace más que intensificarse hasta lo huracanado a medida que avanzamos en el calendario. Me refiero, primero, al tráfico (como puede ver, mi preocupación ciudadana no se deja acallar): la cantidad de reuniones adicionales para “vernos este año, aunque sea una vez”, junto a las clausuras y graduaciones de centros de enseñanza, genera que muchas personas cambien sus rutinas y se encuentren dirigiéndose a diversos lugares a la vez. A propósito, es lindo ver cómo aflora el espíritu navideño en la cortesía que mostramos en las intersecciones y semáforos. (Una pregunta al margen: ¿dónde estará esta ironía cuando la necesito en la calle?).

A menudo pienso que la intensidad del espíritu navideño es proporcional a nuestra asunción del cansancio del año: para compensarlo y hacer justicia, prácticamente bajamos a la mitad nuestra concentración para el trabajo. Además, es muy complicado andar planeando las reuniones navideñas y de fin de año cuando todavía se tiene que cerrar informes, presupuestos, pagos y demás. Si no los cerraste en noviembre, cerrarlos en diciembre se convierte en el mito de Sísifo. Y si tienes la mala suerte de trabajar con extranjeros —cuya fecha de ingreso al espíritu festivo ocurre hacia el 25 de diciembre—, pues resulta que puedes tener reuniones de trabajo e incluso viajes que te obligan a aterrizar en Lima el mismo 24. “Chamba es chamba”, decimos en estas regiones. 

No estoy olvidando a aquellas entidades que tienen que cerrar presupuestos el 15 de diciembre y que convocan procesos de contratación de estudios para esa primera quincena, y que exigen que el producto se entregue antes de fin de año. No sé si el consabido “chamba es chamba” pueda aplicarse con pulcritud a estos casos.

Dejo para el final el tema de la voracidad navideña, de los cuales confieso que soy parte muy activa: disfruto mucho comprando. A veces alucino que me dedico a hacer las compras de una persona pudiente, en lugar de asumir que trabajo como profesora de Economía. Es que disfruto pensando qué le gustaría a quién y por qué. Durante años y años, cuando tenía el privilegio de trabajar con muchas personas en diferentes proyectos y entidades, le dedicaba varias horas a visitar las ferias navideñas que se organizaban en noviembre para encontrarle a cada quien ese regalo perfecto. Ha habido años en que comenzaba en enero —si encontraba algo que parecía realmente a medida de ciertas personas—y continuaba comprando durante los meses restantes. Por supuesto, hubo ocasiones en las que lo que yo consideraba “perfecto” resultaba no siéndolo: el rostro del regalado al abrir el paquete suele ser un buen detector de nuestra puntería.

Hasta que llegó un momento, hacia el año 2014, en que comprendí que lo mejor que podía hacer era regalar mi tiempo, ese que usualmente no tengo y que tengo que estirar con sacrificios. Desde hace una década organizo una comilona en algún lugar. Ya no trabajo con tantas personas como en 2014, pero sí he cosechado grandes y numerosas amistades que ya no reciben ese objeto que me tomó tiempo elegir, y con ellas comparto un buen rato, con muchas risas y la alegría de conocer a la juventud que se va integrando al grupo.

Ya sé: estas reuniones contribuyen con el tráfico, pero también contribuyen con la actividad económica. Pero, sobre todo, con nuestro sentido de comunidad. 

¡Considere regalar su tiempo!


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