El neohipster de bigotillo


Un café al paso detona un recorrido histórico por la contracultura occidental


Hace poco estaba con dos niños despabilados de 11 y 13 años en un café de Barranco, y mientras ellos tomaban helados en el peor y más húmedo invierno de sus vidas y yo un expreso quíntuple, entró un flaco al lugar: jeans al cuete, camisa de leñador y un bigote que pretendía ser mostacho aunque tiraba más para pelusa, eso sí, bastante bien cuidado. También usaba anteojos de marco grueso.

 “Ala, un hípster”, dije, casi nostálgico.

“¿Un qué?”, preguntaron mis púberes acompañantes.

“Un fantasma del pasado”.

El origen de todo estuvo en África. De ahí fueron importados como esclavos los antepasados de quienes, a principios del siglo pasado, alteraron para siempre la música popular de Estados Unidos, primero, y después de todo Occidente. Y el jazz, el blues y sus derivados se convirtieron con los años en la banda sonora de toda la contracultura moderna.

Pero en África también habría surgido el origen etimológico que me ocupa: aunque la palabra inglesa hip, en español, quiere decir principalmente “cadera”, ya la edición del Diccionario de Oxford de 1904 le daba también la acepción, como adjetivo, de “a la moda” y “consciente o enterado” de algo (aware of or informed about), aunque le adjudicaba un origen desconocido. Mucho después, en los sesenta, un lexicógrafo llamado David Dalby aventuró que en el idioma wólof ―empleado principalmente en Senegal y Gambia― la palabra hip significaba algo como “para ver bien” o “abrir los ojos”.

A mediados de la década del treinta el jazz bullía y se reinventaba. En ese contexto, los músicos llamaban hips y heps a los muchachos blancos interesados por su arte y estilo de vida bohemio, nocturno y alternativo. Para bailar el swing, movían las caderas. Estos pronto comenzaron a llamarse a sí mismos hepcats, mientras que las muchachas eran chicks (o hipchicks). Pero la música, como el lenguaje y la cultura, solo evolucionan en tiempos turbulentos y, ya en los cuarenta ―bajo el imperio del bebop y el hot jazz―, se dio un paso decisivo: así como el ritmo se desligó de cierta bonhomía para volverse ácido y delirante, los aficionados dejaron de ser solo oyentes para entregarse a un dandismo artístico y filosófico que celebraba no solo la música, sino también las culturas europea y periféricas, el decadentismo, la libertad sexual y las drogas. La palabra clave y polifuncional era cool.

Había que ponerle nombre a la criatura. En inglés no es sumamente común, pero el sufijo ―ster se aplica a la persona asociada con algo (como gangster es el tipo vinculado a una pandilla). Entonces fue avistado el primer hipster en algún lugar del Village neoyorkino.

En 1944, el pianista Harry Gibson (blanco, medio chiflado) lanzó un disco llamado Boogie Woogie, que incluía como gracia un pequeño glosario de términos jazzísticos. Ahí se consigna la primera definición conocida: “personas que gustan del hot jazz”. Gibson comenzó a presentarse en público como Harry “The Hipster”, pero bueno, si estos tenían una religión, su dios era Charly Parker.

“Se es hipster o se es convencional, se es rebelde o se es conformista, se es hombre de frontera en el salvaje oeste de la vida nocturna de Estados Unidos o se es una célula convencional más, atrapada en los tejidos totalitarios de la sociedad norteamericana y condenada, de buen o mal grado, a la conformidad si se quiere tener éxito”, escribió Norman Mailer ya en 1957 en su ensayo El negro blanco. Reflexiones superficiales sobre el hipster. Y hipsters fueron Allen Ginsberg y Jack Kerouac, al menos hasta que dieron un paso más allá junto a sus camaradas en un combo de orientalismo, poesía, libertinaje y psicoactivos, y lo llevaron a pasear por las carreteras de Norteamérica. Ese mismo año Kerouac publicó En el camino, y al siguiente, 1958, el periodista Herb Caen inventó la palabra que definiría esta movida principalmente existencial y literaria: beatnik.

Los hipsters de primera cepa persistían, pero comenzaron a oxidarse, a caer en el convencionalismo que tanto repudiaban, y como todo aquel que se cree más sabio por viejo, a llamar de manera despectiva a los jóvenes que, sobre todo desde la costa oeste, exigieron su derecho de piso. Usaban la palabra hippies “para referirse a los ‘pequeños hipsters’: aquellos a los que solo les gustaba bailar y fumar marihuana, pero que no sabían nada de jazz ni de política ni de poesía” (Mark Greiff en ¿Qué fue lo hipster?).

El resto de la historia es conocida por todos: los hippies mataron a sus padres, crecieron, se multiplicaron y lentamente fueron muriendo, dando paso a punks, pospunks, metaleros, y todas esas tribus, grandes y pequeñas, perdurables o efímeras, hondas o fatuas que han poblado las calles de casi todas las capitales de Occidente en los últimos tiempos. Como, por ejemplo, los hipsters (que bien cabría llamar neohipsters).

Nunca sabremos qué habría pasado si no hubieran existido aquellos primeros hipsters, ancestros de todos los movimientos alternativos juveniles. No podemos saber qué música estaríamos escuchando, cómo nos vestiríamos, cuáles serían las dinámicas de consumo de hoy.

Volviendo al café barranquino, tras ciertas risillas conmino a mis acompañantes a reencauzarse en el respeto. Porque cada uno puede ser feliz como le venga en gana y, además, aunque el parroquiano del bigotillo haya pedido un café con leche de almendras y se halle a distancias galácticas de sus antepasados, él mismo es un tenaz, un héroe de la resistencia que proviene de una raza de pioneros. Y nobleza obliga.


¡Suscríbete a Jugo haciendo click en el botón de abajo!

Contamos contigo para no desenchufar la licuadora.

Comentarios

Aún no hay comentarios. ¿Por qué no comienzas el debate?

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

20 + nueve =

Volver arriba