El gran atentador


Ante la crisis del periodismo local, un recuerdo del tremendo Corpus Barga


Al comienzo de su novela Soldados de Salamina, Javier Cercas recuerda una leyenda triste, una más, de la triste guerra civil española. Ocurre cuando, a inicios de 1939, Barcelona es tomada por los franquistas y Antonio Machado, envejecido y enfermo, huye junto a su madre y su hermano José hacia Francia. Es un viaje duro y peligroso a través de las bombas aéreas y de un paisaje que es la misma desolación. Casi llegando a la frontera deben abandonar sus maletas y andar a pie bajo la lluvia. Los gendarmes los detienen en el paso, cuando sale al frente el acompañante de la familia, un hombre alto y ya un poco calvo, ronco, de mirada nocturna y manos grandes. Se llama Corpus Barga. Lleva en brazos a la madre del poeta, que no se tiene en pie. Muestra sus propios documentos franceses en regla y les dice a los guardias: “Este es nuestro Valéry”. Tiene, además, un salvoconducto de la embajada de la República para llevarlos hasta París. Cruzan, pero exhaustos, los Machado deciden quedarse en un hotel de Coilluor. Barga les deja lo que tiene, no puede hacer más por ellos. Un mes después morirá Antonio, y tres días más tarde su madre.

Corpus Barga nunca olvidaría este episodio, que igual será otro de tantos. Tiene entonces 51 años, y ha pasado ya por más aventuras y visto más horror y gloria que la mayoría de los hombres, y vivirá para contarlo en docenas de periódicos, revistas, novelas, memorias. Una historia como un viaje hoy un tanto relegado, que comenzó en Madrid en 1887 y acabará en Lima 88 años después.

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Cuando lo bautizan escriben en la partida Andrés Rafael Cayetano García de la Barga y Gómez de la Serna. Lo de Corpus se lo añaden por nacer en Corpus Christi; el Barga se lo pone él mismo, para simplificar y dejar de sonar al señorito aristocrático que es, a su pesar.

Para seguirlo en breve hay que apretar el paso: a los 17 años publica un poemario que pronto se encarga de destruir hasta las galeradas. Su sobrino Ramón Gómez de la Serna llega a leerlo y dice que “era interesante, disparatado, audaz. Tenía el estilo de los grandes atentadores”. Comienza entonces a escribir para distintos diarios unos artículos incendiados y esencialmente ácratas, a la vez que sigue estudios de Ingeniería de Minas por presión familiar. Se convierte, mientras, en el cachorro de Valle-Inclán, los Baroja, Azorín: los brujos del 98. Su madre muere en 1907 y su padre se deja ir poco después. Barga, tras conocer de cerca la vida difícil de los mineros y asistir a una tragedia en Madrid que termina revelando negligencia y corrupción de funcionarios, deja la carrera y, sin la presión paterna, huye a Buenos Aires: quiere ser otro y él mismo. Como es menor de edad (la mayoría se alcanza entonces a los 23) es traído de vuelta y confinado en una casa familiar de Córdoba. De todo ello saldrá la materia de sus nuevos textos y una rebeldía reforzada, si cabe.

Abraza el anarquismo, lo que estará a punto de ganarle la cárcel o la muerte; escribe “con fiebre, con sarmientos, con yerbas, con agua, con carbón, con hormigas, con escoria, con rocío”, dice Juan Ramón Jiménez; colabora con distintos diarios y revistas, alguna de las cuales funda y quiebra. La situación social bulle, las amenazas aumentan y Barga emprende la marcha a París, que será su residencia principal durante las siguientes décadas, aunque en realidad va y viene.

En sus terrazas y cafés se hace amigo de Maiakovski, Kerenski, Trotski, Zuloaga, Picasso, Rivera, Cocteau, Gide, Apollinaire, Modigliani. Se casa con Marcelle Trannoy en 1918. Viaja mucho, reporta la Gran Guerra para distintos medios de Europa y América, mientras entrevista a Bonnat, Bergson, Rodin. En 1919, celebrando el Tratado de Versalles, se sube a un biplano de una sola hélice para hacer un raid de París a Madrid.

Estará en Italia narrando el ascenso del fascismo (tiene una charla memorable con Mussolini) y anticipa la desgracia nazi: llega a Berlín en 1930 para dirigir la agencia del diario argentino La Nación. Ese mismo año se sube al Graf Zeppelin y vuela de Berlín a Pernambuco. Luego, comprometido con la causa republicana, regresa a Madrid ―sin dejar nunca de viajar, de crear diarios, de escribir: para entonces ya suma más de dos mil artículos―. Tras el estallido de la guerra fratricida en España, consigue sacar a su mujer y sus dos hijos, y los instala nuevamente en París. Él se queda. Además de ejercer de periodista da discursos y ayuda como propagandista dentro y fuera del país, y se dedica a organizar empresas bizarras como la adquisición y traslado, junto a André Malraux, de aviones soviéticos para la resistencia; la evacuación a Ginebra de las joyas del Museo del Prado para salvarlas del fuego; o la organización del Segundo Encuentro de Escritores Antifascistas, donde conoce a Vallejo. Seguramente tiene vicios y miserias como cualquiera, pero nadie niega su honradez y su consecuencia.

Al terminar el conflicto sucede el cuento de los Machado, a quienes ayudará, como a tantos otros, a escapar de la venganza y el espanto. Descorazonado, vuelve a Francia, donde lo espera la mayor catástrofe de la historia humana. Una vez más, Barga se queda para mirar de cerca: cree en pocas cosas ya, pero una de ellas es que el dolor y la vergüenza deben ser narrados para no ser olvidados.

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Corpus Barga supera el final de la Segunda Guerra Mundial, la crisis posterior, la pobreza. Es un hombre famoso y respetado, pero también al borde de la ruina. Es entonces cuando la vida vuelve a darle un giro, un imprevisto que lo mandará de vuelta a América: recibe la invitación de la Universidad de San Marcos para hacerse cargo del flamante Instituto de Periodismo de la Facultad de Comunicaciones. Llega a Lima en barco en mayo de 1948, solo (su esposa, hijos, y su nieta Rafaela llegarán un año después). El aventurero intelectual tiene 61 años cuando se muda, primero a San Miguel, y luego a distintas casas en el límite de Lince y San Isidro. A la España franquista no piensa regresar, pero nadie sabe entonces que tanto el caudillo como el periodista aguantarán tanto.

Sigue en lo suyo, enviando artículos para diarios extranjeros y nacionales, viajando por el Perú (le fascina el Cusco), e incluso más allá: en 1955 emprende una travesía a la Isla de Pascua. En San Marcos se hace más que admirado, querido. Funda la Gaceta Sanmarquina y moldea promociones de periodistas en las formas y el honor. Trabaja ahí hasta su jubilación, en 1967. La verdad es que la universidad podría ser hoy más agradecida con su memoria.

Entregado a la que sería su obra máxima, una serie de novelas con fondo de memoria llamada ‘Los pasos contados’, Barga enfrenta desgracias que lo minan: en 1966 mueren su hijo Andrés y su nuera en un accidente automovilístico en Colombo, Ceilán, dejando a sus tres nietos huérfanos. En otro fallece, en 1972, uno de estos, también llamado Andrés. Ese mismo año pierde a Marcelle, su compañera por más de medio siglo.

Corpus Barga deja la pipa debido al asma que le provoca la humedad de Lima. Le gusta pasear por el parque Castilla, teclear y leer el periódico, que deshojaba como una flor inmensa sobre el piso de su departamento. Su actualidad y brillantez desconciertan. Muere en agosto de 1975, casi a los 90, tres meses antes que Francisco Franco.


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