Las palpitaciones antes y después de abrir el nuevo libro con inéditos de Ribeyro
No sé cómo, imagino que mi padre lo había comprado un par de años antes en un quiosco, pero fue en 1983 cuando descubrí en el estante de mi habitación un ejemplar color verde de La palabra del mudo, la antología de cuentos de Julio Ramón Ribeyro que la editorial Milla Batres había publicado en sociedad con Panamericana Televisión hacia 1980.
Tenía quince años y recuerdo que ese ejemplar —que sigue a mi lado cinco mudanzas después— me acompañó aquel año a todas partes. La constancia está en su primera página, escrita con un lápiz de color celeste: una mañana, un grupo de adolescentes nos escapamos a la trujillana playa de Huanchaco y a mi lado, sobre una arena extensa que el cambio de las mareas transformó después en una hilacha, se sentó la chica que por entonces me gustaba. Imagino que en mi cabeza anidó el deseo de poseer algo suyo, quizá una prueba de que yo también le gustaba, y le hice el insólito pedido de que me firmara mi propio libro junto a una dedicatoria. Escribió: «Para mi pata Gustavo», y aquel fue el primer y más evidente acto de amiguización que alguien haya cometido contra mí en la vida y, de paso, una anécdota digna del perdedor más ribeyriano.
Durante esa época mi sensibilidad estaba más atenta al efectismo y a los finales sorpresivos, y mis cuentos preferidos de dicha antología eran Ridder y el pisapapeles, El banquete y, sobre todo, La insignia. La preferencia por este último relato estaba alimentada, además, por una historia que corría en mi familia sobre un anillo que mi abuelo masón le legó a una hija ilegítima y que, según ella, le abrió todas las puertas cuando emigró a Europa a principios del siglo XX.
Fue con los peldaños que trae la vida y con la fructificación de sus lecturas, en tanto mi libro verde iba amarillando sus páginas, que empecé a evaluar de otra forma los cuentos del flaco tímido. Comencé a apreciar la elegancia de su prosa, la intensidad de emociones que puede esconder un trío de sus palabras, las promesas que puede traer la noche para quienes sufren las vilezas del día, y el calmado ritmo que acompaña a quienes han asimilado el infortunio. Así, mis querencias variaron. Conmigo se quedaron, esta vez para siempre, Las botellas y los hombres, El próximo mes me nivelo y Los gallinazos sin plumas, con el matiz tragicómico de Tristes querellas en la vieja quinta.
Es muy probable que, en mi generación de narradores, Ribeyro sea el escritor que todos hemos querido emular, incluso sin saberlo. En mi caso, tengo la seguridad de que así ha sido, con la certeza obvia de que su esplendor siempre me será esquivo. Con tal veneración a cuestas, se entenderá la mezcla de alegría y nerviosismo que me asaltó cuando, hace unas semanas, mi editor me dio la primicia de que en pocos días se iba a publicar un nuevo volumen con relatos inéditos del flaco fumador.
La gran sorpresa editorial del año, sin duda.
Desde entonces me he venido preguntando como lector qué ocurriría si esos cuentos, por alguna razón no publicados, desdibujaban mis mejores recuerdos de él. Y confieso que, como autor de la editorial que iba a hacer el lanzamiento, también sopesé si valdría la pena aplaudir el suceso y arriesgarme a ser cómplice de una probable resta a su impecable trayectoria literaria.
Finalmente, ayer abrí el flamante libro verde —sí, aunque más chillón, el color es el mismo de aquel que me acompaña desde hace 41 veranos— y me puse a leer el primer relato: Invitación al viaje. Con las primeras líneas sentí alivio. Creo que hasta un poco de alegría. Allí estaba nuevamente la noche como escenario, la aventura de la incursión, el misterio tras los asuntos pedestres y el cielo de una Lima del tiempo de los tranvías que, sin embargo, se me hizo familiar. Noté que los limeños de su relato ya no hablan como los de hoy, pero me sonaron auténticos en el mapa de su prosa. Y ha sido justamente ese lenguaje, esa forma de juntar las palabras precisas, lo que me hizo sentir que volvía a un estadio para asistir al milagro de ver a un jugador que había disfrutado mucho tiempo atrás.
La elegancia implica poner en juego dos requisitos: una ubicación exacta con los recursos ideales. No más. No menos. Ribeyro es nuestro cuentista más elegante, y la mayor prueba de ello es que, al leerlo, uno siente que escribir es fácil. ¡Ah!, pero atrévase usted a escribir como él, o atrévase cualquiera a jugar como lo hacían Platini o Valderrama: la frase más adecuada para pasar de la reflexión a la acción, así como el pase más adecuado para pasar de la defensa al ataque, suelen percibirse como los más lógicos y sencillos desde la tribuna, pero otra cosa es pretender hacerlos en la cancha.
Dicho esto, aún no me atrevo a leer el siguiente cuento del libro recién lanzado.
Temo, quizá, el mordisco latente de la desilución.
Sin embargo, es un sentimiento infantil: incluso si los siguientes cuatro cuentos rescatados fueran el equivalente a cuatro malas tardes de un gran futbolista, Ribeyro jamás será bajado de su pedestal.
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Se le entiende a usted. El mismo Ribeyro dijo en sus «Prosas apátridas» o en «La tentacion del fracaso» (ya no recuerdo cual de ellos) que lo mas ventajoso para uno mismo es conservar los recuerdos felices tal como los vivimos en el pasado y no buscarles explicaciones lógicas ni razonables tiempo después, pues siempre se corre el elevado riesgo de la decepción si lo confrontamos con una realidad que ignorábamos, Ribeyro (eso sí recuerdo bien) lo llamaba «el derrumbe de galerías en nuestro interior», con una desilusion tan patetica como inutil en el tiempo actual.
Víctor, muchas gracias por el comentario y por recordar esa otra gran veta de Ribeyro: sus reflexiones.
Un abrazo.