El compañero misterioso


Nuestra fascinación por los gatos y su sinuosa presencia cultural


Un cuento apócrifo pone a un perro frente a un tipo, y al ver que este le da comida, protección y abrigo, el animal piensa “Ah, es un dios”. Luego le ocurre lo mismo a un gato, que mira y recibe imperturbable las atenciones mientras piensa “Ah, soy un dios”.

No es la intención de estas líneas menospreciar a los cánidos, tan amorosos y fieles. Nadie cuestiona su hegemonía. Es apenas el intento de acercarnos a ese arcano callado y voluptuoso que habita entre nosotros, que no tenemos su capacidad de ver en la oscuridad.

Por otro lado, pretender una narración del vínculo entre gatos y humanos requeriría, acaso, de las siete vidas de aquellos. Hablamos de diez mil años de compañía, desde que los primeros mizos salvajes de Oriente Medio descubrieron que donde había gente había ratones, y comenzaron a acurrucarse al abrigo del fuego del clan en chozas y cavernas; hasta los que se multiplican a diario haciendo morisquetas en las redes sociales. Los gatos han estado siempre ahí, soportando en silencio, hieráticos, la divinidad y el prejuicio, las maldiciones, la ridiculez y los lugares comunes. Quizá sea exagerado eso de que realmente no se han terminado de domeñar, que nos consideren como simples proveedores bípedos y un poco torpes necesitados de su afecto, que son anarquistas (aunque realmente sean ellos quienes mandan). Quizá no. Las relaciones más próximas pueden resultar las más complejas.

*

En el Antiguo Egipto sí fueron sagrados. La diosa Bastet era, en realidad, una gata que protegía los hogares. Por eso los mininos de los ricos terminaban momificados. Tenemos gatos en las mitologías desde Escandinavia hasta Japón, en el Tíbet y en Grecia, de India a Britania, ya entonces asociados a cualidades como la espiritualidad y la clarividencia. En toda la Biblia no se menciona ni uno solo y, por su parte, Mahoma los quiso mucho. Una leyenda cuenta que el mismo profeta les permitió la entrada al paraíso y caer siempre de pie. Fueron buenos tiempos. Luego vinieron los malos.

La Edad Media fue oscura incluso para los morrongos: es sabido que la gente teme lo que no comprende, así que con ese pasado de celebridades paganas pronto fueron aparejados con demonios y brujas. Después aparecieron las plagas, y los culparon y los masacraron, pero cuando llegó la peste negra se dieron cuenta de que no había gatos para controlar a los roedores, y todo fue peor. El parásito que produce la toxoplasmosis y los abortos consecuentes terminaron de instalar la idea de que los gatos pueden ser encarnaciones de la mala fortuna.

Más tarde surgieron el Renacimiento y la Ilustración, y aunque en algunos sitios de Francia o España se siguió devorando o maltratando gatos carnavalescamente, desde entonces adquirieron ciudadanía. Así, con la convivencia, comenzaron a integrar la cultura.

*
Todo amante de los gatos que se precie debería tener en la casa El tigre en la casa (en edición local por Mitin), un tratado tan documentado como entretenido sobre su historia cultural. El autor fue Carl van Vechten y su misma biografía merecería un texto aparte, pero lo que nos atañe ahora es su trabajo al respecto: para 1920, año en que se editó originalmente, Van Vechten había consultado más de 600 libros de historia y literarios, que sumó a la información que recopiló en viajes y la atención puesta en pinturas, templos y leyendas de todo ese lejano mundo analógico. Una desmesura adornada de humor británico (siendo él estadounidense) y que abarca la relación de la fierecilla con el ocultismo, el folclor, las leyes, el teatro, la música, el arte y la ficción, además de la poesía y —esta simbiosis es de verdad poderosa y curiosa— con los escritores. Para entonces el autor reunió anécdotas de Wilde, Byron, las hermanas Bronté, Baudelaire, Poe, Dostoievski, Colette, Dickens y muchos más, y eso porque no lo escribió más tarde, que si no hubiera incluido a Chandler, Hesse, Cocteau, Eliot, Pound, Hemingway, Burroughs, Mishima, Kerouac, Lessing, Perec, Highsmith, Sartre, Borges, Cortázar, Arguedas, Soriano o Monsiváis, quien al morir dejó 13 mascotas que tenían nombres como Miau Tse Tung, Fray Gatolomé de las Bardas o Miss Oginia. ¿Cómo se explica esa asociación? ¿Será que comparten ora las veleidades, ora la búsqueda de silencio? Huxley decía que “si quieres escribir sobre seres humanos, lo mejor que puedes tener en casa es un gato”.

*
Los michos no sonríen, casi no hacen gracias, no traen las chancletas ni en sueños, y aun así son posiblemente los animales más presentes en la cultura popular. (Un detalle curioso es que han desarrollado el maullido para comunicarse con nosotros; es decir, el gato casi no maúlla a otro gato, sino a las personas, siempre para pedir algo). Basta pensar en la cantidad de refranes y frases hechas, canciones y chistes protagonizados por ellos. A eso sumémosles clichés —la mayoría infames—, poderes absurdos, cualidades irracionales.

Ya en 1894 Edison grabó Boxing Cats, primera entrega de un casi género audiovisual que llega hasta nuestros días a través de los videos más delirantes, conmovedores o estúpidos protagonizados por gatos renegones, que tocan el piano, se encierran en cajas o simplemente no hacen nada, y con ello sus dueños cobran cientos de miles de dólares a cambio de infantilizarnos. Pero como los dibujos animados nunca los trataron bien, esta debe ser su reparación.

Sin contar la cantidad de animales callejeros, según un estudio de CPI de octubre de 2018 el 60% de los hogares urbanos en el Perú cuenta con una mascota. Por supuesto, los perros son casi el doble, pero eso no importa, ni a los gatos ni a sus (supuestos) amos, quienes saben del placer de su compañía, o de las propiedades terapéuticas de ese enigma que vibra dentro del enigma que es el ronroneo.

*
Los niños entienden que los gatos son lindos, y con eso debería bastar. Hay cosas difíciles de explicar, experiencias que no se pueden transferir. Cuando se trata de la belleza, muchas veces es mejor dejarlas así, evitar arruinarlas con ideas, comparaciones, palabras; en fin, entregarnos a la plenitud de la conmoción. Pero dispuestos a fracasar en el intento podríamos deslizar un par de sospechas: del gato nos fascina su perfección física, la plasticidad y elegancia de sus movimientos, el sosiego que brinda su compañía, su sensualidad, su independencia, su misterio. Pero hay algo más. La ‘esfinge de la chimenea’ no ha terminado de domesticarse. Los gatos cazan cucarachas y pajaritos que nos traen de regalo, corren, trepan, saltan, muestran las garras, gruñen, duermen donde y cuanto quieren, se aparean a su aire, demarcan su territorio orinando, se van cuando les da la gana. Se retiran a morir en soledad. Algo en ellos sigue andando libremente, atravesando la noche, los tejados y las selvas. Tal vez se trate de una fiera salvaje pero en miniatura deambulando cerca de nosotros que lo suponemos mascota, y que eso que no se puede definir sea algo que tampoco se puede llegar a comprender. Un regreso que anhelamos sin saberlo.

Tampoco está claro si fue Blake, Victor Hugo o Gautier quien dijo primero que “Dios creó al gato para que el hombre pudiera acariciar al tigre”.


Pensar, escribir, editar, diseñar, coordinar, publicar y promover este y todos nuestros artículos (y sus pódcast) cuesta y nosotros los entregamos sin cobrar. Haz click en el botón de abajo para contribuir y, de paso, espía como suscriptor nuestras reuniones editoriales.


1 comentario

  1. Lucho Amaya

    * Broche de oro
    * Han desarrollado el maullido para comunicarse con nosotros… ¡guau!… digo ¡miau!… ¡¡No sabía esto!!… Excelente dato.
    * (entre nos, estudios dicen que, a nivel mundial, han perdido algo, o más de algo de su capacidad para cazar ratones… Pero no es nada eso)
    Saludos

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Volver arriba