Recuerdos agridulces a la espera de la marcha
Amanece sin mucho brillo.
Como la mayoría de los jueves hoy me toca escribir esta columna, y ya que tengo un día ajetreado aprovecho que desperté aun más temprano de lo habitual para sentarme frente al teclado.
Y como la mayoría de esa mayoría de jueves me pasa, llegado este momento lo que pensé redactar durante los días previos ha perdido sentido o vigencia, al menos para mí. Ayer fue asesinada una mujer en Carabaya durante un enfrentamiento con policías. Hasta ahora no se conoce mucho de ella, ni su nombre ni su edad, ni quiénes son su familia ni nada. Solo que una bala le vació el cráneo. Más muertes en La Libertad, pero debido a los bloqueos de las vías: otra mujer se descompensó, bajó del bus en que viajaba para seguir a pie y le dio un paro. También pasó que una chiquilla embarazada perdió a su bebé.
He notado que, al menos tras la ventana que tengo al lado, los días de este verano comienzan pavonados, con un cielo bajo y pardo. Hoy más bajo y más pardo. Seguro mejorará. Creo que me faltan horas de sueño.
Lo último que pensé antes de quedarme dormido fue que ojalá las protestas de hoy en todo el país no terminen trayendo la tragedia a más familias. Y también le di vueltas a eso de llamar la gran marcha de Lima una nueva versión de la de Los Cuatro Suyos.
Cuando era chico nos imaginábamos el 2000 como el año en que el futuro nos daría el encuentro. Y no fue para tanto. Ni siquiera hubo fin del mundo. Lo que sí sucedió fue que Alberto Fujimori y su corporación criminal amañaron la primera vuelta electoral de abril, y pese a que Alejandro Toledo le llevaba diez por ciento de ventaja en el boca de urna, las cosas se torcieron y terminaron dándole el triunfo al dictador. Toledo renunció a la segunda vuelta y, más bien, se convirtió en el líder del rechazo popular. Fujimori, como único candidato, se preparaba para su tercer gobierno consecutivo.
Mientras esto sucedía, durante la temporada otoño-invierno de ese año me pasaron muchas cosas, unas muy buenas y otras lo opuesto, y mi vida cambió para siempre.
Sin entrar en detalles, luego de un tiempo de parálisis y desasosiego en mayo comencé a trabajar en un diario del centro de la ciudad, mientras mi viejo se moría en una cama del Rebagliati. Aunque al principio tenía un puesto y un salario muy discretos, hacía mi chamba con entusiasmo y, lo mejor, rodeado de gente que apreciaba. Todo esto le contaba a mi padre cuando lo iba a ver, y sé que se sentía orgulloso o, cuanto menos, aliviado. De política casi no hablábamos —no hablábamos de casi nada importante, en realidad— pero sé que para él, un fujimorista moderado, aquella tropelía electoral, sumada a la revelación del negociado de Montesinos con los fusiles que terminaron en manos de las FARC fue demasiado. En la habitación del hospital tenía una tele donde veía los peores programas y los noticiarios, pero igual le gustaba que le habláramos de lo que sucedía en la vida real.
No pude, sin embargo, contarle sobre la Marcha de los Cuatro Suyos, pues para entonces ya estaba muy mal, casi se había apagado. O quizá sí se lo conté solo por tener algo que decirle, aunque no me escuchase, para poder hacer algo con la pena y la lengua atracada. Y si pasó, le hablé del plantón frente al Congreso, al que fuimos con algunos colegas a la salida del diario; y luego a la vigilia frente al palacio de Justicia, y el 28 la marcha misma, al lado de tanta gente que, como yo, se sentía furiosa y entusiasta, tomando la calle para tratar de cambiar el rumbo de una historia que no daba para más. Le habría dicho, también, que vi los enfrentamientos, los carteles, los heridos, las carreras, las lacrimógenas volando, las banderas, los detenidos, los gritos, la increíble estela de humo negro que subía del Banco de la Nación hasta perderse en el cielo. Le contaría de los seis vigilantes que perecieron asfixiados. Si nuestra relación hubiera sido otra, también le habría contado del miedo que sentí.
Murió una semana después, en paz, rodeado de su familia. Y nueve meses más tarde yo mismo me convertí en padre. Lo que pasó con Fujimori, Montesinos y Toledo es por demás conocido.
Todos estos recuerdos se me quedaron en el cuerpo, y se mezclaron con las noticias recientes mientras dormía. Sé que es absurdo, pero de alguna manera siento que existe una relación entre ello y este cielo, todavía bajo, todavía pardo.
Ojalá hoy no haya más desbordes, más brutalidad, más dolor.
Hay días así. Lo siento, no tengo mucho más que decir.
*
Post Scriptum: acaba de llegar la noticia de que el queridísimo Gustavo Rodríguez, caigüero mayor, ha ganado el premio Alfaguara. No puedo más del orgullo y la alegría por alguien que es como mi hermano. Por cierto, ya salió el sol.
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Espero que objetivamente, también escribas del fracaso absoluto de la toma de Lima, de la violencia desatada por los manifestantes, de la destrucción y quema de un bien público y sobre todo que no hubo apoyo ciudadano. 5,000 o 6000 personas en una ciudad de 10 millones, son insignificantes y sino mira Paris ayer con mas de 150,000 personas en las calles.
La PNP en acto de heroísmo y responsabilidad, controló la situación ejemplarmente, sin muertos., tirándose abajo la narrativa inventada por la izquierda peruana de que ellos causan la violencia y reprimen con violencia porque se les ocurre.