Una Constitución para Guillermo


Remolino de ideas a propósito de ese deseo de cambiar la Constitución


Hace una semana me mencionó en Twitter un internauta de nombre Guillermo, que llamaba imbéciles —asumo que incluyéndome entre ellos— a quienes se oponen a que la policía use armas en las protestas. Su mensaje tenía dos ingredientes clave que fomentan que nadie se ponga de acuerdo con otro. Por un lado, está la tergiversación agazapada tras una nueva “verdad”: yo nunca he dicho que está mal que la policía esté armada, lo que está mal es que el Estado mate civiles. Y, por otro lado, al insultar, su mensaje alienta la violencia y no el intercambio de ideas. En su perfil, Guillermo dice vivir en Lima y se describe literalmente como empresario, devoto del progreso y consultor en finanzas; razones que motivaron a mis prejuicios a imaginarlo como alguien que entiende el progreso como la acumulación de conocimiento práctico y de infraestructura más que como el resultado de una sociedad con instituciones que impiden la inequidad. La parte picona que me habita, lo confieso, me tentó de responderle que así como hay peruanos que se ilusionan con cambiar el texto de nuestra Constitución, quienes piensan como él tambien tienen derecho a exigir su propia versión.

Recordemos que lo primero que anuncia la actual Constitucion peruana es que el fin supremo de la sociedad y del Estado son “la defensa de la persona humana y el respeto de su dignidad”.

Por lo tanto, una posible nueva Constitución basada en el pensamiento tras sus mensajes debería empezar así: “El fin supremo de la sociedad y del Estado son la defensa y el respeto de la propiedad”. Y si el artículo segundo de la actual Constitución dice que “toda persona tiene derecho a la vida, a su identidad, a su integridad moral, psíquica y física y a su libre desarrollo y bienestar”, la tan flexible valoración de la vida según sus parámetros debería llevar a quienes opinan lo mismo a sincerarse del todo y proponer algo así como “toda infraestructura, propiedad y vehículo tiene derecho a ser intangible por encima del derecho a la vida de un ser humano”.

Y en esas estaba, frotándome las manos como una mosca, cuando también por Twitter me enteré de la última encuesta del IEP, donde el 69 % de peruanos estarían de acuerdo con que se convoque a una asamblea constituyente para cambiar la Constitución.

Una bomba. “¿Lo ves, Guillermo?”, pensé, “parecieran estarse dando las condiciones para que cambies la Constitución según tus convicciones”.

Sin embargo, en la encuesta encontré un dato que debe haber preocupado muchísimo a Guillermo: el 51 % de los encuestados quisiera una Constitucion que permita que el Estado sea dueño de las principales empresas e industrias del país. Es decir, la mayor pesadilla para quienes, como Guillermo y yo, sufrieron en las décadas de los 70 y 80 la pésima gestión, el desangramiento de gran parte de nuestro presupuesto nacional y los horribles servicios que recibíamos de la mayoría de empresas estatales.

Quizá esta respuesta —levemente mayoritaria— tenga que ver con que la mayoría de peruanos encuestados son jóvenes que no experimentaron esos años, pero también con una realidad que los fanáticos de la privatización y del corporativismo se han negado a asumir: que muchos compatriotas crecieron en las últimas décadas recibiendo servicios más o menos estándar en relación al mundo, pero sintiendo que se lucraba en exceso con ellos y sin que nadie los defendiera del maltrato.

No obstante, había otras respuestas de la encuesta que sí parecían encajar con el autoritarismo y el conservadurismo que mis sesgos le atribuyen al Guillermo que imagino: un 74 % de encuestados quiere que se restablezca el servicio militar obligatorio, un 72 % pide pena de muerte para delitos muy graves y un 73 % no quiere que se legalice el matrimonio entre personas del mismo sexo. 

La verdad, es como si la encuesta se hubiera hecho en un cuartel.

Cuando repaso esas respuestas, no puedo dejar de pensar en cómo serán las familias donde esas tendencias germinan. ¿Pesa en ellas más la prohibición que el diálogo? ¿Se castiga sin conversar? ¿Se impone una sola visión de vida negando que puede haber otras más? ¿Será así la familia de Guillermo?

Volviendo a mis ideas del inicio, y ya sin sarcasmo, quizá el problema de fondo radique en que todos podemos estar de acuerdo con nuestra Constitución cuando dice que toda persona tiene derecho a su desarrollo y bienestar; sin embargo, en la práctica, cada quien tiene su propia idea sobre lo que significan ese desarrollo y ese bienestar.

Si tomo la idea de la familia como célula de la sociedad, pienso que cuando he criado a mis hijas he tratado de que las prohibiciones sean pocas, pero férreas, y que el resto de decisiones se efectúen dentro del diálogo, sin juzgamientos, y con el aprendizaje que conlleva las consecuencias de nuestros actos. Creo que nos ha ido bien: nuestros conflictos son veniales y nos sostiene una amorosa red tribal. Eso para mí es desarrollo y bienestar: que la mano dura que tantos piden sea un recurso innecesario, porque es más feliz una sociedad motivada que castigada. Para otros, sin embargo, el síntoma de una familia bien encauzada podría ser tener hijos que sigan la senda de sus padres sin contradecirlos, donde el respeto que se gana por admiración es ocupado por un sucedáneo que se impone por temor, y donde mutiplicar el patrimonio ocupa más tiempo que el disfrute conjunto de experiencias.

Honestamente, no tengo derecho a sugerir que mi perspectiva de cómo formar a un ser humano, átomo de nuestra sociedad, es más respetable que la visión de otro compatriota: cada quien elige cómo abonar su propio entorno y sería iluso pretender ponernos totalmente de acuerdo en eso.

En lo que no debemos transar, si es que el primer artículo de nuestra Constitución se mantiene inalterable y pretendemos que su literatura ponga en perspectiva nuestra vida en sociedad, es en llamar a libre interpretación “la defensa de la persona humana y el respeto de su dignidad”.

Así  las cosas, proclamar que está bien que el Estado se arme, y no alzar la voz cuando ese mismo Estado le mete plomo a manifestantes mientras algunos peruanos los llaman “indios que protestan”, es lo más alejado que existe de nuestro actual contrato social, déjame decirte, Guillermo. 


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2 comentarios

  1. Rafael T.

    Que tal falacia la que el Estado mata civiles. Ni el estado ni la policía lo hace ni sale a hacerlo, defiende a los civiles cuando algunos de ellos utilizan la violencia y delincuencia contra otros. O crees que un fantasma colocó eso en las constituciones o leyes de todos los países civilizados?? Cuando se ataca de modo que pueda poner en riesgo la vida de las personas o del policia, se utiliza la fuerza que la constitución autoriza. Increible que algo tan elemental no pueda o quiera ser comprendido.

    La propiedad privada se protege porque es fuente de trabajo y por tanto subsistencia de trabajadores, como el edificio quemado por los «manifestantes» cuyos trabajadores de limpieza y otros ya perdieron sus puestos de trabajo. Con las carreteras ocurre igual. Son principios elementales de una sociedad civilizada, que en su inmensa mayoría rechaza la violencia de esas personas y apoya a sus fuerzas del orden, recalco orden, por si no se entiende de que trata esto.

  2. Miguel Bracho

    Aquí en Colombia vivimos un estallido social. También se escuchabasñn aquellas voces que justificaban que mataran a jóvenes que salían a protestar por el respeto a nuestra Constitución y por el hastío hacia unas políticas neoliberales que ahondan las diferencias económicas. Gracias por tu reflexión y un abrazo.

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