El Perú se jode cada vez que dejamos de creer en nosotros mismos
Iba a escribir sobre otra cosa.
No sabía de qué, pero de algo distinto.
Esperaría lo que nos trajese la semana, las sorpresas-bomba, los destapes repentinos, los chavetazos y combos imprevistos y no tanto, las revelaciones oportunas.
Quería ver cómo venía la mano. A qué se atrevían.
Pero no. La verdad es que no ha ocurrido nada realmente ácido o merecedor de unas líneas.
Mi plan b consistía en escribirle una especie de carta a la gente que quiero y respeto y que piensa, aún hoy, votar por Hernando de Soto. Pensé enumerar las razones por las que me parece un postulante sin bandera, un vendedor de sebo de culebra, un frívolo, un improvisado —aunque pretenda presentarse como lo opuesto—, en últimas un embustero. Pero ya varios han señalado todo ello bastante bien y además creo —y, sinceramente, espero— que su candidatura, como las palabras hueras, se está desvaneciendo.
Mi plan c era referirme al tren que encarna Pedro Castillo, la sorpresa que muchos intuíamos pero no sabíamos por dónde vendría (es la idea de la sorpresa, claro). Hace un mes casi nadie hubiera apostado un sol a su candidatura, y ya ven: cuando se terminen de contar todos los votos —esta vez el boca de urna será irrelevante— podríamos tenerlo esperando la segunda vuelta. Quién sabe cuánto crecería si tuviese más tiempo; si su techo es más bien limitado y próximo; o si, como parece haber sucedido con López-Aliaga, se iría marchitando cuando la gente, sus hipotéticos votantes, reparasen en que un outsider antisistema y extremista no es lo que necesitamos, y menos ahora, tan crispados que estamos. Pero ahora mismo le temo.
El miércoles tuvimos un Caiguazoom con varios jugueros y bastantes suscriptores. Estuvo bien y no. Bien por las intervenciones agudas y esclarecedoras de mis compañeros y de la audiencia; y mal porque terminé más descorazonado de lo que ya venía respecto a lo que pasará en el país desde el mismo día en que conmemoremos el Bicentenario. Me refiero, claro, a la altísima probabilidad de tener un Presidente que me parezca un error en sí mismo, un Congreso que dé vergüenza, un país destrozado por la mezquindad y la sinrazón. Y volver a la ingobernabilidad, la suspicacia, las censuras, las vacancias, los cierres, los golpes que no son pero parecen, las protestas, los gobiernos transitorios, y así, en un loop de pesadilla. El eterno retorno a la infamia.
Me voy a permitir repetir algo que escribí hace unos días, y es que no entiendo por qué diablos, en las horas más oscuras, somos incapaces de llegar a acuerdos y generar bloques políticos sólidos, fuerzas reconocibles y coherentes. Más aún tras las experiencias de 2016 y 2020. Cierto que no es nuevo —es otra cosa que reclamar también al fujimorismo—, pero los partidos no han estado a la altura de la historia. Casi ninguno, ni los añejos ni los recientes.
Esa actitud —soberbia, pueril, nada dialogante, finalmente egoísta— va a seguir haciendo este país ingobernable. Y en el momento más duro. Viendo cómo será el Congreso sabemos que los próximos cinco años, más allá de lo arduos, serán tan o más fregados que los pasados.
Si tuviésemos una derecha y una izquierda de verdad no estaríamos ahora mordiéndonos las uñas. Alguien debería analizar a profundidad ese fenómeno de atomización de propuestas cuando la sensatez reclama unión. Casi toda nuestra clase política no es tal, sino más bien está compuesta por una multitud de aventureros y advenedizos que van tras lo suyo, unos a quienes el país les importa un pimiento.
Y sin embargo… aún somos una democracia. Este domingo muchos no podrán votar porque estarán enfermos, porque son parte de la población de riesgo, porque en su comunidad no están dadas las condiciones para acudir sin correr el peligro de contagiarse. Están los indecisos, que son muchos. Y hay otros que no asistirán porque pueden y prefieren pagar la multa, pues ya perdieron la poca ilusión que les quedaba. Porque suponen que la suerte ya está echada, pero como lo haría una moribunda. Porque su confusión, su pena o su rabia son más fuertes.
Pero pienso, pese a todo lo dicho, que cuando todo se ve tan cuesta arriba, tan desasosegante, es que deberíamos hacer de tripas corazón y no solo ir, sino hacerlo con esperanza. Es la primera vez que iré a votar con mi hijo, y me resisto a aceptar que su generación crea que rendirse es una opción, que preferimos asumir que no hay nada que hacer y que ya qué diablos. Elegir con miedo jamás debería ser una opción, al menos en primera vuelta. El momento en que se jode el Perú es cuando dejamos de creer en nosotros mismos.
Podemos seguir cayendo, por supuesto, pero podemos también lucharla, con lo que quede, con los restos del país. Los aliento a eso.
¡Que viva la República!
Muy buena reflexión, y describe adecuadamente cómo nos sentimos varias personas.
Mientras hay vida hay esperanza.
Sigamos adelante y votemos por quien es más transparente, tiene propuestas coherentes, se conecta con la población y conoce el Perú profundo.
Que viva la Republica