La balada del autoritarismo y el caos
Daniel Encinas es politólogo, candidato a doctor en Ciencia Política por la Universidad de Northwestern y cocreador de Puente Perú (@somospuenteperu)».
La palabra “inestabilidad” ha regresado a lo grande a nuestro vocabulario político. No es para menos. En los últimos cinco años, asistimos a un enfrentamiento encarnizado entre poderes del Estado que terminó alumbrando cuatro presidentes y dos congresos. Un desastre político al que se sumaron la pandemia y sus múltiples estragos, pero que las encuestas sugieren que repetiremos. Es probable que terminemos con un presidente que no consiguió resignar (ya no pidamos emocionar) a diez por ciento del electorado antes de la primera vuelta. Y este presidente por accidente se las tendrá que ver con un congreso fragmentado que estará compuesto, a su vez, por bancadas también fragmentadas.
Visto de este modo, uno podría concluir fácilmente que nuestra preocupación por la inestabilidad se resuelve impulsando la estabilidad. Pero nada es fácil en nuestro país. Como sentenció el diplomático José Antonio de Lavalle en una de sus cartas, “la política peruana es un laberinto capaz de enredar al mismo diablo”.
Y enredados estamos. Los resultados que pintan estas elecciones nos confrontan a extender la lógica de escoger un “mal menor” a la etapa post electoral. En lugar de decidir entre candidaturas, elegiremos una y otra vez entre el “caos” democrático (inestabilidad en democracia) y el “orden” autoritario (estabilidad en alguna forma de autoritarismo). El mejor escenario post-electoral no parece participar: tener una democracia estable, a pesar de todas sus imperfecciones. Una democracia que, como mínimo, no esté siempre al borde del abismo y tenga actores políticos que se vean unos a otros como rivales y no como estorbos a sacar del camino a cualquier costo.
De alguna manera, podría decirse que los escenarios post electorales dependen de quién gane la elección. Creo que López Aliaga y Fujimori tendrían mayor tendencia a buscar un “orden” autoritario si llegaran a Palacio de Gobierno. Jugaría a su favor ser de derecha y enfrentar menores resistencias de empresarios, medios de comunicación, técnicos y sectores religiosos. En cambio, por distintos motivos, otras presidencias serían más proclives a enfrentar un congreso beligerante y caer en el “caos” democrático. Sospecho que Mendoza, Forsyth y quizás De Soto están en ese grupo. Así, Lescano tiene lo peor de ambos mundos: carga con la mochila autoritaria de su partido (como Keiko) y comparte el anti-izquierdismo y la indefinición de posturas que golpearía a otros eventuales presidente (como Mendoza y Forsyth, respectivamente).
Ahora bien, creo que esta simplificación no basta. Para ilustrar las dimensiones del laberinto y sus enredos, pensemos en nuestra última intentona autoritaria: la presidencia de Manuel Merino. Cuando este representante de Acción Popular llegó al poder de espaldas a lo que quería la abrumadora mayoría de la población, no faltó algún avezado que acusó a los manifestantes en las calles de generar inestabilidad. Se conminaba a aceptar la vacancia, pasar la página y dejar gobernar al flamante presidente. Entonces, cuando el gobierno respondió con una represión brutal contra las protestas, aplaudieron; esto es, en aras de la sacrosanta estabilidad.
Lo importante de esta posición minoritaria no es su malabarismo retórico sino aquello con lo que nos confronta en el futuro. Primero, toca sincerar el lenguaje: ¿estabilidad de qué, cómo y para quiénes? Ahí está el meollo del asunto. Uno podría agregar una diversidad de temas, pero no tengo aquí el espacio. En términos estrictamente políticos, me parece claro que hablar de la estabilidad a secas podría ser una manera de esconder tendencias hacia un “orden” autoritario en el próximo quinquenio. Por eso he preferido hablar de la estabilidad con adjetivos.
Segundo, el “caos” democrático y el “orden” autoritario pueden ser un combo y no escenarios alternativos. Viene a la mente aquella historieta en donde un líder autoritario se acerca a una multitud y le propone dos alternativas: “¡O nosotros o el caos!”. “¡El caos, el caos!”, grita el pueblo. “Da igual”, responde el político, “también somos el caos”. Así ocurrió entre 2016 y 2020. De la crisis entre poderes del Estado surgió la posibilidad autoritaria y, de ella, una crisis aún mayor que añadió un componente ciudadano. Merino fue la inestabilidad democrática y el intento de estabilidad autoritaria, todo al mismo tiempo.
Podría repetirse. Si el presidente elegido busca el “orden” autoritario, podría fracasar y enfrentarnos a mayor “caos” democrático. Al mismo tiempo, un “caos” democrático como el visto en los últimos años (conflicto entre poderes, interpelaciones, censura de ministros y pedidos de confianza) podría volver a presentarnos algún “orden” autoritario como solución.
Por último, me parece crucial discutir cómo podría haber logrado estabilidad la situación autoritaria de noviembre último. Si bien reventar la precaria democracia peruana no es tan dificil, la literatura sobre durabilidad autoritaria señala que concentrar poder es una empresa más compleja. Muchas veces la represión no alcanza y se requiere agregar ingredientes como fortaleza institucional y legitimidad. A la receta de Merino le faltaron los dos últimos, pero hay motivos para no descartar del todo que algún aspirante a autoritario pueda montar algo. ¿Qué hacer? El economista Albert O. Hirschman propuso alguna vez tener un sesgo hacia la esperanza y pensar en las posibilidades y no sólo en las probabilidades. Las probabilidades están, de lejos, en el descalabro. Para evitar lo peor, comparto la propuesta de un pacto de no agresión (“no vacaré, no disolveré”). Si todo falla, la última posibilidad estará en una ciudadanía movilizada, como aquella que encontró nuestra salida del laberinto imposible luego de la vacancia. ¿Marcharemos?