La inolvidable historia del ornitólogo limeño que se adelantó a su tiempo
El poder de la costumbre oculta el poder de la costumbre, de ahí que nos resulte normal ver planear un parapente o viajar en avión. Ello, claro, hasta que en mitad de un raid trasatlántico caemos en la cuenta de que vamos atravesando la tropósfera rodeados de personas que roncan o miran una pantalla, todos apretujados en una máquina de 200 toneladas, y que al cabo de unas horas aterrizaremos, acaso en cuerpo y alma, en un sitio lejano. Entonces recordamos que surcar el firmamento no es lo normal, ni lo lógico, ni lo natural. No para los humanos, y quizá por ello mismo siempre lo hayamos anhelado. Solo la persistencia creativa de ese deseo entre Dédalo, Leonardo, los hermanos Montgolfier y los Wright permitió que fuera posible navegar el cielo, amén de los globos aerostáticos, recién hace 120 años. Antes de eso era simplemente fantasía, ciencia ficción. Antes de eso también había un cielo que separaba levantar la mirada, observar los pájaros, envidiar su gracia libérrima e ilusionarse con volar; y pasarse treinta años haciéndolo, estudiándolos, tratando de sacarles el secreto, que fue lo que hizo Santiago de Cárdenas a mediados del siglo XVIII.
Hay algo tan alucinado en la vida y los trabajos de De Cárdenas, motejado “el volador”, ornitólogo autodidacta e inventor, que anima a suponer que se trata de un miembro más de la mitología criolla y colonial, un protagonista de historieta de Ricardo Palma, como de hecho ocurrió. Pero gracias a Palma, además, sabemos que el personaje fue antes persona. Probablemente haya sido un excéntrico, un tipo siempre al borde del delirio, pero asimismo es cierto que fue un soñador con un propósito claro, un visionario decidido a ponerle alas a su ambición. Un pionero.
En la tradición que le dedicara y que sirviera de materia prima para Santiago el pajarero de Julio Ramón Ribeyro, Palma cuenta del gusto de los limeños de su tiempo por las funciones de títeres, y de cómo disfrutaban chicos y grandes con las aventuras y pesares de Ño Silverio, Chocolatito, Piticalzón y Santiago Volador. Pero mientras aquellos eran inventos populares, el último fue “individuo de carne y hueso como los que hoy comemos pan”. Esta persistencia del extravagante en el imaginario colectivo, más de cien años después de su muerte, así como las coplas corrosivas que aún circulaban en su honor, dan cuenta, además de la vocación nacional por burlarse de los diferentes, del impacto que causaron sus azares.
Los signos vitales son escasos: Santiago de Cárdenas nació en Lima —o en el Callao— en 1726. Era pobrísimo, pero aun así aprendió a leer y escribir. A los 10 años, seguro empujado por la necesidad, se alistó como grumete mercante, y fue entonces cuando, en algún punto del recorrido entre la capital y Valparaíso, se dio la revelación en forma de ave fragata (que él llamaba tijereta) y cuajó “la idea de que el hombre podía también enseñorearse del espacio”. Desde entonces, sin abandonar mucho la línea costera, se obsesionó, miró, reflexionó, escribió sobre el asunto. Pasaron así otros diez años hasta el cataclismo de 1746 cuando, con el barco arruinado, De Cárdenas decidió que debía continuar sus investigaciones en tierra firme.
Como tenía ingenio y habilidades, se ganó la vida como mecánico y reparador de artefactos varios. Sin embargo, como él mismo contara en Nuevo sistema de navegación por los aires, el manuscrito que Palma conservaba en su despacho de la Biblioteca Nacional, aprovechaba cada dinero ahorrado para escaparse a los cerros de Amancaes, San Cristóbal o San Jerónimo para contemplar el vuelo de las aves, cazarlas, estudiarlas. Vivía encandilado de las moscas para arriba, pero sus preferidos, los que más quiso y analizó, fueron los majestuosos cóndores: capturó y anatomizó 66 ejemplares. Les hablaba con cariño. En 1758, mientras Linneo publicaba el décimo tomo de su Systema naturæ y les ponía nombre científico, De Cárdenas halló el secreto mecánico de su vuelo. Estaba listo para dar el siguiente paso.
Los últimos cinco años de la vida de Santiago el volador fueron también los más intensos y públicos.
En noviembre de 1761 presentó un memorial al flamante virrey Amat y Juniet, pidiéndole audiencia para presentarle un aparato que había inventado pero que no tenía cómo costear, y con el cual “era el volar cosa más fácil que sorberse un huevo, y de menos peligro que el persignarse”. Quizá curioso, quizá por temor a que el loquillo tuviera algo de razón (y, hallándose España en guerra con Inglaterra, tuviese luego que pagar carísima la negligencia), el virrey lo atendió. Aturullado por la explicación, Amat hizo lo que haría un mandamás pensante: pidió la opinión del cerebro más autorizado.
Este pertenecía al matemático y cosmógrafo español don Cosme Bueno, afincado en la ciudad. Mientras Bueno comenzaba su evaluación, el chisme se regó a velocidades limeñas, y dos semanas después se corrió el rumor de que “el volador” planearía del San Cristóbal a la Plaza Mayor. Según sus propias palabras, esto fue lo que pasó: “En el genio del país, tan novelero y ciego de ver cosas prodigiosas, no quedó noble ni plebeyo que no se aproximase al cerro u ocupase los balcones, azoteas de las casas y torres de las iglesias. Cuando se desengañaron de que no había ofrecido a nadie volar, en semejante oportunidad desencadenó Dios su ira y el pueblo me rodeó en el atrio de la catedral diciéndome: ‘o vuelas o te matamos a pedradas’”. Tuvo el virrey que enviar un piquete de soldados a salvarlo del linchamiento. El informe de Bueno, considerado un documento fundacional de la aeronáutica, elogió los esfuerzos de De Cárdenas y dio por sentado que volar sí sería posible… algún día, y no con su propuesta.
El inventor no se dio por vencido, siguió mejorando sus planos y ofreciéndose a volar incluso a Madrid, adonde llegaría en tres días si conseguía permiso y dinero. A fines de 1762 presentó un segundo memorial, y tres meses después recibió el no rotundo. Es probable que esto rebalsase sus diques emocionales.
Palma cita un testimonio anónimo de 1790 en el que se cuenta que “este buen hombre […] estaba a punto de perder el seso […] se había hecho retratar a la puerta de su tienda, en la calle pública, vestido de plumas y con alas extendidas en acción de volar, ilustrando su pintura con dísticos latinos y castellanos, alusivos a su ingenio y al arte de volar, que blasonaba poseer”. Se sabe que en 1766 el duque de San Carlos se ofreció a hacerle llegar sus investigaciones al mismo rey de España, pero otra vez los hados conspiraron contra él, y mensaje y mensajero se extraviaron para siempre.
Santiago de Cárdenas es hoy considerado un precursor de la ornitología y un adelantado absoluto de la aeronáutica. El cóndor más antiguo registrado lleva su nombre, ‘Kuntur cardenasi’. No se sabe cómo terminaron sus días, con apenas 40 años. Quizá lo mejor sea preservar un misterio a su altura, suponer que se trepó al San Jerónimo, se llenó de los colores del cielo un atardecer de verano, hinchó el pecho, sonrió feliz y nervioso, extendió las alas.
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