Un escritor y catedrático que ama el surf le responde a nuestro editor
Carlos Arámbulo López es narrador, doctor en Literatura Peruana, vicioso lector, surfista, shodan de karate y hemingwayano inconforme. Ha publicado la novela «Quién es D’Ancourt» (2017), el poemario «Acto Primero» (1993), los volúmenes de cuentos «Un lugar como este» (2014, 2015) y «Nunca seremos tan jóvenes como hoy» (2019). También, ha publicado una traducción de «Lustra» (1990) y «James Joyce, Poesía completa» (2020). Es coordinador de la maestría en Escritura Creativa de la UNMSM. Este año ha publicado «Anticipación», novela que combina lo policial con la ciencia ficción metafísica en un futuro distópico.
Somos acuáticos, de verdad, en mi familia somos acuáticos. Comencé a llevar a mis hijos a surfear cuando Diego tenía nueve años y Santiago, siete. Íbamos al mar muy temprano. Los despertaba con nuestro clásico “¡alagua!”. Ya en camino, en el auto, creábamos atmósfera escuchando Dancin’ days de Led Zeppelin o Even Flow de Pearl Jam, canciones que transmiten ese aire de estar ripeando la pared de alguna ola perfecta. El primer premio del fin de semana era el inicio de la bajada de Armendáriz, con esa visión de la ola incorrible al fondo. Pero comenzamos esto con el título El deporte más bello del mundo, ¿no? Una frase que puse en mi Facebook tras ver la competencia de tabla en los Juegos Olímpicos y que me pediste profundizar. Claro, a eso vamos. Continuaré diciendo que puedes compartirlo con los que más quieres y con quienes quieren al surfing tanto como tú. El mar es una comunidad de hermanos. No importa cuánto tengas o cómo te vistas, ni cómo llegaste al agua. Puedes hacerte amigo del CEO de una gran empresa y del chico que cuida los autos al salir del agua. Claro, también están los intratables, los lanza que te roban alguna ola indebidamente, los angurrientos que quieren todo el mar para ellos, y los de la conversación estúpida entre ola y ola; la cancha de los tablistas es un retrato de lo humano en escala de playa y es, además, cambiante. ¿Alguna vez has visto que un estadio cambie sus proporciones cada minuto? Nuestra cancha es así: te enseña a leerla, a ser paciente, a ser persistente, a compartir, a controlar tus miedos. Alguien me preguntó alguna vez por qué metía al mar a mis hijos a esa edad, y le dije que si a los nueve años no le temes a una ola de dos metros, pocas cosas te van a detener. Ahora me dirás, bueno, pero esto ya no es sobre el deporte. ¿Pero conoces algún deporte que trate solo sobre sí mismo? En el surfing se da esta extraña paradoja de estar solo y muy acompañado a la vez. En última instancia son el mar y tú, pero al lado está tu hermano, tu viejo, tus patas, gente desconocida que, cuando te ve en ola, a veces te lanza un aplauso corto o una mirada de satisfacción porque sabe lo que estás experimentando; la fuerza del swell que forman los rayos del sol al calentar el mar, un movimiento de una escala planetaria que puede haber surgido en lo más austral de Sudamérica o en las corrientes de las islas Hawái y que llega hasta tu costa como una conexión entre lo inconmensurable y tú. Y ahí estás, bajando desde lo alto de un pico de ola y dominando esa fuerza extraña que se hace tuya o que te hace suya. Lo ves brillar más en los ojos de quien agarra una ola y se para sobre ella por primera vez en su vida. Me gusta ver esa expresión; me doy cuenta de que ahora entiende. Puede tener siete o setenta años, pero desde ese momento entiende. Por eso, quizá, soy la persona más inútil para decirte por qué este es el deporte más bello del mundo: se ha vuelto un asunto de fe para todos los que han sentido eso. Podría seguir contándote de cuando casi muero en un maretazo —valió la pena—, o de cuando aparecieron los delfines de Cerro Azul en ola, a mi lado, mientras el glass del mar explotaba en dorado al recibir el primer rayo de sol, pero prefiero recordar otro momento: Diego, de nueve años y más seguro, entrando al mar delante de nosotros. Santiago, de siete, sigue a su hermano; mi mano empuja el tail de su tabla para ayudarlo a llegar. Una imagen de la paternidad. Por eso, querido Gustavo, dudé, cuando me pediste que escribiera esto, si el deporte más hermoso era el surfing o la paternidad, ambos bellos y peligrosos.
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