Rutinas, miedos y comparaciones que moldean nuestros sueños de escritura
Desde hace poco más de dos meses, sigo y leo Desde el escritorio, el flamante newsletter de mi colega juguero Alberto de Belaunde que se publica el mismo día y a la misma hora que mis artículos semanales. Además de sentirme acompañado en la extraña ilusión de que nos lean los viernes por la mañana, aprecio la tarea que se ha impuesto: todas las semanas, publicar entrevistas a distintos escritores para descubrir cuáles son y de qué forma se ordenan sus hábitos de escritura. Pilar Quintana, Sara Jaramillo, Dany Salvatierra, Katya Adaui y nuestra cabeza juguera Gustavo Rodríguez, entre otros y otras, se han sometido a su cuestionario para transparentar lo que sucede en sus cabezas y entre sus dedos. Disfruto de ese detrás de cámaras. Cada vez más, se me hace urgente que salga de aquel ámbito privado —a ratos mitológico— en el que a veces queda perdido.
Durante muchos años, enterarme de esas batallas privadas me destruía. Leía sobre cómo Bukowski se quedaba escribiendo toda la noche hasta el alba, sobre las ocho horas que Vargas Llosa les dedicaba cada jornada a sus libros, sobre cómo a Chuck Palahniuk le tomó solo seis semanas escribir El club de la pelea, y sentía todo monstruosamente inalcanzable. Si esa era la manera de armar un libro, yo jamás lo conseguiría. En ese tiempo, más que escribir, soñaba con escribir. Si acaso conseguía sentarme y abrir la ventana de Word, lo que salía de mí me desalentaba tanto —y el proceso era tan incómodo, casi doloroso— que antes de alcanzar los veinte minutos prefería cortar por lo sano y usar mi noche en otra cosa.
Hace unos días, en otro newsletter que también visito todas las semanas —El espíritu de la escalera, de Daniel Saldaña París—, el escritor mexicano se detenía a pensar en esos escritores que, en tiempos actuales, acostumbran compartir cuántas palabras han escrito cada día. Cuenta Daniel que al principio vinculó esa tendencia con la importancia que los escritores hombres le dan al tamaño de las cosas: sus novelas de setecientas páginas, sus penes bastante más pequeños; y que fue después de un tiempo, a partir de una cita leída en un libro de Rebecca Solnit, cuando comenzó a pensar que aquello tal vez tenía que ver más con el tamaño de sus iras (aunque presumir la longitud de tu ira y presumir la longitud de tu virilidad puedan ser, quién sabe, cosas distintas y también lo mismo).
No recuerdo en qué momento conseguí despegarme de aquel vicio que me hacía buscar las famosas rutinas imposibles. Quizás fue cuando calculé que, si escribía tan solo una página al día, en menos de un año tendría trescientas. A lo mejor, cuando armé grupos de escritura con personas que estaban igual o más perdidas que yo. Tal vez, simplemente, cuando de verdad me puse a escribir.
El caso es que hoy leo el newsletter de Alberto sin destruirme. No solo se trata de que yo al fin tenga una rutina más o menos formada y también un autoconocimiento que, a la mala, se ha convertido en mi única referencia. Sucede, sobre todo, que en las repuestas a su cuestionario encuentro la constatación de que los hábitos de escritura nunca fueron ni son ni serán la réplica de aquello que me atormentaba en esos años no tan lejanos. Y es que quizás, cuando yo creía estar enterándome de cómo se hacía para escribir un libro, en realidad no estaba haciendo sino leer los alardes de ciertos titanes con síndrome de pene pequeño.
Ahora leo a Pilar Quintana decir que «quienes tienen rituales de escritura es porque pueden darse el lujo» y, aunque no tengo un hijo como ella, me siento reconfortado. Me encuentro con que Alejandro Neyra escribe apenas dos horas cada noche y me parece que estamos en lo mismo. También que Giovanna Pollarolo no tiene «casi nada» claro de la historia antes de empezarla, y me reconozco en ese tipo de aventura.
Al mismo tiempo, me asombra que Santiago Roncagliolo, una vez acabado el primer borrador de una novela, no necesite «reescribir gran cosa» o incluso tema «que esas correcciones postreras borren buenas ideas». Igual con lo que dice Eduardo Adrianzén: «si sienten que están forzándose a escribir, si lo sienten como una obligación, o pueden pasar felices una semana sin hacerlo… pues no escriban». Y es que nada más alejado de cómo yo me conduzco frente a mi laptop, siempre fantaseando con lo feliz que sería si no tuviera que escribir nada más nunca.
Leo el newsletter de Alberto y me gustaría hacérselo llegar a esa antigua versión de mí. Aquella que hasta hace no mucho entraba en pánico cada vez que la rutina de otro escritor —o sus ideas sobre la escritura y la literatura— no calzaban con las suyas. Fue una suerte que más pronto que tarde dejara de interesarme tanto el tamaño de lo que llevo detrás de la bragueta. Una suerte que ojalá también encuentre a quienes todavía no empiezan o recién han dado primeros pasos. Pase lo que pase, sepan que acá también estamos esperándolos los que nos sentimos muy bien en nuestra apacible y eficiente medianía promedio.
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