Y nos meterán el verso


Peligros de lo irreal maravilloso


Hace menos de dos semanas, mientras muchos la pasaban entre brujas, criollos, santos y muertos, tuve la oportunidad de quedarme unos días en una cabaña en medio de un bosque castellano, un lugar que hasta hace poco ni siquiera sabía que existía: la Sierra de Gredos. Acompañado de una pareja de amigos, una pareja de perros y otra de gatos, fui feliz entre muchos tipos de pinos, robles, higueras, olivos, manzanos y acacias, que en otoño muestran unos colores que tampoco conocía. Caminamos mucho, trepamos cerros, recogimos setas y frutos de madroño con los que hicimos mermelada. Comí el cocido más rico de mi vida y bebimos vino frente a la chimenea. La luz tenía un filtro de irrealidad que lo envolvía todo, como el olor a silvestre, la voz de los pájaros. La última noche el cielo estuvo especialmente despejado y pudimos reconocer las constelaciones. Más que feliz, me sentí pletórico. El mundo, ese mundo, era amable y hermoso.

            La vuelta a la realidad urbana fue como regresar de un sueño para toparse con todo aquello que la constituye. O, incluso, para enterarse de lo que nos espera en el futuro, una forma distinta de esa realidad. Supe, por ejemplo, que la mañana que nos trepamos a una montaña y nos encontramos una cabra de cuernos de fábula, Mark Zuckerberg anunciaba al planeta, acompañado de un dibujito animado de sí mismo en tiempo real, lo que él y otros tantos tecnomillonarios han decidido ya hace un rato que será nuestro porvenir próximo. Me refiero al asunto de los metaversos.

            Para este momento supongo que muchos sabrán ya de qué va la cuestión, pero aquí les dejo un resumen a los de corazón analógico.

            Resulta que el jefe de Facebook está bandeando la peor crisis reputacional de la historia de su empresa rebautizándola con el nombre de Meta, en alusión directa a la siguiente gran revolución digital que, nos guste o no, llegará y lo invadirá todo y alterará nuevamente la manera como nos relacionamos como especie.  

            Los metaversos, en simple, buscarán llevar a niveles insospechados la realidad virtual. Estamos hablando de porno para los amigos de la ciencia ficción: a través ya no de cascos a lo Daft Punk sino de lentes convencionales —paso previo a los chips incrustados en la cabeza— podremos acceder artificial pero literalmente a todo: empezaremos con conciertos y juegos deportivos, pero pronto pasaremos a viajar, trabajar en cualquier lugar, jugar con delfines, movernos en el tiempo, escapar al espacio o cenar con amigos que radican en otros países mientras continuamos en pijama en nuestras casas. Ya no mandaremos mensajes, sino que estaremos con los demás. Si lo podemos pagar, podremos acceder a todo sin hacer nada. 

            Por ahora, nuestra relación con el ciberespacio se reduce a navegar por páginas web, aplicaciones y redes sociales, y sabemos que al levantar la vista tenemos un mundo real esperándonos. Los metaversos buscarán que no salgamos, que nos quedemos a vivir ahí dentro.  

            Si suena exagerado y escalofriante es porque lo es, lo será. Meta, por supuesto, no es la única gran corporación en la carrera hacia el Internet multidimensional: ya están en ello Sony, Google, Microsoft, Apple y demás negocios del ramo. Nada los va a detener. Se calcula que para dentro de dos años el asunto rondará los 800 mil millones de dólares. Y es que la idea no es solo entretenernos y comunicarnos, claro, sino conocernos más, vigilarnos mejor y, sobre todo, vendernos cosas, servicios y bienes digitales.

            Esta fantasía inmersiva, que lleva décadas imaginándose y al menos cinco años gestándose, la viviremos en pleno dentro de aproximadamente diez años, aunque podría ser menos, ya sabemos que nada mueve hoy más la tecnología que el dinero. Por cierto, ensanchará la brecha entre pobres y ricos (personas y países), agudizará la ya extendida ansiedad por estar siempre conectados y como perejiles de todas las salsas (FOMO, Fear of Missing Out), la pasividad física, la frivolidad, la verdadera soledad, la locura.

            El asunto resulta muy preocupante y da harta pena. Hoy hablaba de esto con mi hija, que tiene casi 16 años, y sentí mucha bronca de saber que no podré hacer nada para rescatarla de ello, que la angurria y la imbecilidad disfrazadas de entretenimiento y libertad ilimitada se impondrán como lo hicieron Facebook y compañía hace unos años. Pero será peor. Más cínico, más desconectado de la realidad, más falso. Mucho peor. Y todos —unos más, otros menos— iremos a ello. 

            Muchas veces, recuerdo que desde que el CD llegó a mi vida, he pensado que ya tenía suficiente de tecnología, que me parecía que no era necesario avanzar más por ese lado; una absurdidad, desde luego. También me imaginaba la aparición de colonias de gente que quisiera quedarse quieta en determinado punto del desarrollo: no volver al pasado, sino ahorrarse lo que seguía del “progreso”. Me sonaba a ciencia ficción factible. Mi hija me dijo ahora que las historias de ciencia ficción suelen acabar mal. 

            No hablo como un idealizador del pasado, ni como un romántico antitecnológico. Solo digo que cuando llegue seremos más avatares, pero menos humanos. 

            Desde la tarde solo pienso que quiero llevar a mi preciosa hija pronto a cualquier bosque.

1 comentario

  1. LUCHO Amaya

    ¡QUÉ AMARGURA, por dios!
    (y expreso eso siendo agnóstico yo)
    Cada generación con lo suyo, ¿no?
    Usted nos empieza diciendo, y como increpándonos, que mientras unos (muchos, dice) hemos andado de farra y superfluos en estos días, usted lo ha pasado (en sabiduría, se entiende) en plan espiritual con la naturaleza… Y sí, QUÉ PRIVILEGIO el suyo… ¡A cuántos nos hubiera gustado lo mismo!… Pero no lo hicimo porque NO PUDIMOS… y usted sí.
    ¿A cuántos de la era de la tribu les gustaría vivir en nuestra época?
    ¿A cuántos de nuestra época les gustaría regresar a la era de la tribu?
    UN POCO DE MIEL
    Saludos

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