Vargas Llosa y las utopías


Sentimientos encontrados a raíz de la última novela del nobel peruano 


La semana pasada el Lugar de la Memoria y la Inclusión Social me invitó a participar de un conversatorio sobre Le dedico mi silencio, la última novela de nuestro nobel Mario Vargas Llosa. Les comparto los apuntes que hice para ese día. 

Sentimientos encontrados: Siempre es una alegría leer y comentar el más reciente libro de Vargas Llosa. Pero en esta oportunidad esa alegría viene acompañada de una nostalgia adelantada, pues el propio autor ha anunciado en la prensa y en el propio libro que esta es su última novela. 

En total, el autor nos deja veinte novelas, catorce libros de ensayos, nueve obras de teatro, unas memorias e innumerables artículos quincenales, discursos y ponencias. Con Vargas Llosa se termina de despedir el boomlatinoamericano: “Me toca el triste privilegio de ser el que apaga la luz y cierra la puerta”, dijo en una de sus últimas entrevistas.

Como lectores, es algo difícil de aceptar: la idea de que no habrá nuevas novelas del nobel. O que cada dos domingos no hay más una Piedra de toque esperándonos en el diario, pues también anunció la publicación de la última columna hace algunas semanas. Es el devenir natural de la vida, pero una de las cosas fantásticas del arte —donde la literatura tiene un lugar privilegiado— es que nos hace cuestionar las certezas, incluso una tan evidente, como que llegaría el día donde tendríamos entre manos el último libro del escritor.

Aterrizando ya en la novela que hoy nos convoca, quisiera hablar de un tema que ha acompañado a Vargas Llosa a lo largo de su vida literaria y política y que está muy presente en el corazón de Le dedico mi silencio: la relación del autor con las utopías. Entendiendo por utopía ese estado ideal de cosas que se encuentra siempre en el horizonte. La utopía no solo implica una forma de soñar el futuro, sino de explicar críticamente —a veces por contraposición o por ausencia— el presente en el que nos encontramos.

En el libro tenemos al protagonista —Toño Azpilcueta—, un erudito convencido de que la música criolla puede ser un factor de unidad en un país profundamente dividido. El libro está ambientado a inicios de los noventa, pero bien podría ser en el Perú actual. 

Esa chispa inicial de Azpilcueta no es extraña. Diría incluso que es profundamente peruana: este afán de buscar algo hermoso en nuestra sociedad y tratar de volverlo el eje de nuestra identidad o de nuestro proyecto de vida común. Recientemente lo hemos visto con la gastronomía y ocurre también con nuestra historia milenaria. Creo que en una sociedad tan diversa y rica como la peruana es natural que estas cosas sucedan, pese a las evidentes limitaciones que implican este tipo de propuestas.

Entonces, Azpilcueta tiene esta idea hermosa pero que lleva a extremo delirantes y muy forzados, con las consecuencias que ello tiene para su vida personal y profesional. Aquí hay una suerte de caricaturización de la utopía que hace que Toño Azpilcueta se vuelva un personaje entrañable. Y es que, en el fondo, en momentos de tanta división y pesimismo, cómo nos gustaría que la tesis de Azpilcueta fuese verdad. Así las cosas, vemos que las utopías mantienen intactas su capacidad de seducción. 

La búsqueda de una utopía como motor personal ya la hemos visto en otras historias de Vargas Llosa. El guerrillero Mayta en Historia de Mayta, Flora Tristán y Paul Gauguin en El paraíso en la otra esquina, Pantaleón Pantoja en Pantaleón y las visitadoras, por mencionar algunos. Al igual que en el caso de Azpilcueta, uno simpatiza y se pone del lado de cada uno de estos personajes.

Pero la utopía no está presente en la obra de Vargas Llosa solo para explicar la motivación de personajes específicos, está también para mostrar su utilización orwelliana en proyectos que terminan siendo profundamente autoritarios, que destruyen la libertad y son contrarios a los objetivos que buscan alcanzar. La vida militar del colegio Leoncio Prado en La ciudad y los perros y la dictadura de Trujillo en La fiesta del Chivoson claros ejemplos de ello. 

Y, como señalaba en un inicio, la utopía además de estar presente como tema en su literatura, lo ha acompañado en su actuar como hombre político. Primero, de forma cercana y entusiasta, en su inicial militancia comunista o en su apoyo a la revolución cubana. Pero a raíz del quiebre con Cuba y con la izquierda, con una postura bastante crítica, señalando el alto costo a la libertad que suelen traer los proyectos utópicos. 

Su candidatura a la presidencia de Perú en 1990 estuvo marcada por una plataforma que rechazaba tanto el autoritarismo como las promesas populistas. Esta postura crítica ante propuestas alejadas de la realidad compleja en la que nos encontrábamos se manifestó en un liberalismo pragmático y descarnado, que valoraba la libertad individual y reconocía las limitaciones inherentes a cualquier intento de construir una sociedad perfecta. Ese afán de alejarse de narrativas utópicas puede que sea una de las explicaciones de su fracaso electoral.

“Las utopías terminan mal, pero ayudan a vivir”, reconoce Vargas Llosa en la entrevista que difundió a raíz de la publicación de este libro. Eduardo Galeano y otros escritores tienen una mirada más optimista de las utopías. Le dedico mi silencio no pone punto final a estas discusiones, solo anuncia que serán otras voces las que sigan la conversación. 


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1 comentario

  1. Carlos

    Buen artículo. Otro autor interesante que escribe sobre las utopías es el historiador holandés Rutger Bregman. Recomiendo sus libros «Utopía para realistas» y «Dignos de ser humanos.» Es en uno de ellos que descubrí la frase: «Un mapa del mundo que no incluya Utopía no es digno de consultarse,
    pues carece del único país en el que la humanidad siempre acaba desembarcando. Y cuando lo hace, otea el horizonte y al descubrir un país mejor, zarpa de nuevo. El progreso es la realización de Utopías. –OSCAR WILDE (1854-1900)

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