Sobre un Congreso que exige “méritos” mientras reproduce jerarquías coloniales
La imagen acaba de circular en redes como un símbolo triste de nuestra vida pública: una congresista peruana sentada en su despacho mientras un asesor —pagado con dinero del Estado— se inclina para cortarle las uñas de los pies. No es un hecho aislado. Casos previos han revelado legisladores que solicitan a su personal limpiar sus casas, cuidar hijos, llevar compras o asumir tareas domésticas. En el parlamento nacional, cuando se trata de servidumbre, la jerarquía parece incuestionable y, sobre todo, incuestionada.
Sin embargo, cuando se trata de reconocer la sabiduría, la palabra y la autoridad intelectual de los pueblos indígenas, entonces sí aparecen objeciones. La contradicción quedó expuesta estos días durante el debate en el Congreso sobre el dictamen que busca modificar la Ley Universitaria en Perú para regular las universidades interculturales e incorporar la figura de sabias y sabios indígenas como docentes en espacios donde los saberes ancestrales puedan dialogar con la investigación académica. El dictamen fue aprobado en primera votación con 62 votos a favor, pero lo relevante no fue el número, sino las reacciones.
Varios congresistas cuestionaron la legitimidad de la participación de sabios indígenas, sosteniendo que “no están preparados”, que “bajarían el nivel académico”, y que la universidad “no debe equiparar saberes no certificados con conocimiento científico”. Tales afirmaciones no son discusiones técnicas: son discursos que reproducen una jerarquía colonial que decide qué saber es válido y quién tiene derecho a enseñarlo. Resulta aún más llamativo si consideramos que en la universidad —como cualquier academia seria del mundo— ya reconoce, con total naturalidad, a expertos sin títulos formales cuando provienen de ámbitos prestigiosos. En conservatorios, músicos virtuosos sin doctorado forman nuevas generaciones. En escuelas de arte enseñan artistas reconocidos que no cursaron una maestría. En facultades de gobierno o relaciones internacionales dictan cursos exministros, diplomáticos o empresarios sin producción académica sostenida. Nadie considera que su presencia “baje los estándares”.
La experiencia cuenta si proviene de los circuitos que el país reconoce como legítimos; pero deja de contar, o se vuelve sospechosa, si proviene de la comunidad, la asamblea comunal, el bosque, la chacra o la lengua originaria. La defensa de la “calidad académica” se convierte, entonces, en una coartada para sostener mecanismos de exclusión. Más irónico aún, es que estos enunciados provengan de algunos congresistas que pertenecen a partidos cuyos líderes son a su vez dueños de universidades que no obtuvieron licencia por la SUNEDU.
Hace algunos meses, en un artículo para Jugo, reflexioné sobre el ayni, la práctica andina de reciprocidad que invita a repensar la universidad no como torre cerrada, sino como comunidad que aprende en relación con su entorno. Los saberes indígenas no son una curiosidad arqueológica ni un patrimonio museístico; son sistemas de conocimiento desarrollados durante siglos a partir de observación, experimentación y responsabilidad hacia la vida colectiva. Sin ellos, el manejo agrícola en terrazas, los sistemas comunales de agua, la medicina intercultural o la gestión sostenible de bosques no hubiesen existido ni sobrevivido hasta hoy. Su vigencia es, de hecho, prueba empírica de su eficacia.
El pensador awajún Bíkut T. Sanchium Yampiag lo expresó con claridad en sus redes: “Desde la perspectiva awajún, la palabra posee valor únicamente cuando proviene de una vida guiada por la rectitud y el respeto. Quien rompe ese vínculo pierde la autoridad moral para hablar”. Frente a ello, la pregunta se invierte: si la autoridad del conocimiento se basa también en la coherencia entre palabra y acción, ¿quién está realmente a la altura del magisterio en el Perú? ¿Los sabios que sostienen territorios, lenguas y comunidad, o quienes ocupan cargos desde donde se banaliza el servicio público y se reduce la función legislativa a beneficios personales?
La propuesta de universidad intercultural no desplaza la investigación científica ni la reemplaza por tradición. Lo que propone es ampliar el campo epistemológico, reconocer que existen múltiples formas de producción de conocimiento, y que la universidad debe ser un espacio capaz de alojarlas, evaluarlas y ponerlas en diálogo. Ello no debilita la academia; por el contrario, la vuelve más rigurosa, más situada y más representativa de la sociedad a la que pertenece. No disminuye estándares, sino que los complejiza. No elimina jerarquías, sino que obliga a justificar las existentes.
Lo que está en juego no es simplemente un párrafo legal en la Ley Universitaria. Es la posibilidad de un país en el que la dignidad intelectual no dependa del apellido, la procedencia territorial o del idioma materno. Un país que reconozca que en los Andes, en la Amazonía y en las comunidades urbanas migrantes hay pensamiento, filosofía, ciencia y formas éticas de vida que pueden iluminar los desafíos actuales. Un país donde la inteligencia no sea privilegio, sino una práctica compartida.
Tomar en serio los saberes indígenas no es un gesto simbólico, ni una concesión identitaria: es una apuesta por un futuro más democrático, innovador y sostenible. Ojalá, esta vez, seamos capaces de estar a la altura.
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