¿Cuántas personas así recordaremos en nuestras mesas esta Navidad?
No existen los relatos de largo aliento sin personajes memorables y, como toda organización que pasa sus antorchas de camada en camada, toda familia posee los suyos: alrededor de estas personas se repiten las mismas anécdotas, se comparan hazañas y conductas reprochables, y hasta se conmemoran rituales. Cuando hace más de diez años conocí a mi novia, me quedó claro que dentro de su familia ese papel lo tenía la tía Pati, una hermana mayor de su madre a quien no tuve la fortuna de conocer: había muerto unos años antes, atropellada en una esquina de Miraflores mientras hacía las diligencias de un día laborable.
Todos dicen que era la persona más sabia y generosa de cuantas tienen recuerdo, y que además tenía una enorme inteligencia analítica que, tras los años del duelo, ha llevado a sus parientes a sospechar que se trataba de una cualidad especial.
Para mi sorpresa, con el tiempo descubrí que algunos conocidos míos la habían tratado en algún momento de sus vidas y sus miradas de gratitud no mentían: había sido una persona excepcional. Además, es muy probable que su fama se debiera, en parte, a su carácter distraído, mitificado por quienes la han sobrevivido.
Se dice, por ejemplo, que un día, hace muchos años, viajó a Cusco y a Machu Picchu, y que en la estación de trenes para regresar a la Ciudad Imperial se dio cuenta de que no tenía el boleto de regreso y de que tampoco llevaba el dinero para comprarlo.
Preocupada, rumiando sus opciones, de pronto distinguió entre el gentío a alguien que le pareció familiar y decidió abordarlo para ver si conseguía su ayuda. Imaginen conmigo el diálogo: la sonrisa afectuosa de la tía Pati, la actitud amistosa del hombre abordado, la tía Pati embolsándose el dinero para comprar el boleto y, luego, al despedirse, la promesa de devolverle la plata en Cusco y tomarse juntos un café.
No sé si fue en el tren de regreso, o ya habiendo llegado a su destino, cuando la tía Pati cayó en cuenta de que ese hombre tan amable, que se le hizo tan conocido como para pedirle plata, era, ni más ni menos, que Joan Manuel Serrat.
Alguna vez he contado en algún artículo lo importante que ha sido la música de Serrat en mi mitología personal, así que se entenderá mi embeleso cuando esta anécdota me fue contada.
Hace unos meses, esa leyenda del periodismo cultural que es Juan Cruz me envió desde España un mensaje por WhatsApp. Unos cinco años atrás, Juan me había contado que una novela mía le había gustado mucho a Serrat y hasta ahora guardo en la memoria, como un tesoro, la metáfora que usó el cantautor para referirse a ella. Esta vez, Juan Cruz me decía que Serrat había leído dos veces mi novela más reciente, una protagonizada por un grupo de ancianos: la primera vez, según Juan, fue leída por Serrat con un temor inicial; y la segunda, con mucho placer.
Dichoso, le agradecí a Juan Cruz la manera en que con su mensaje me alegró la mañana y muy probablemente el resto de mis años. Algunos días después, sin embargo, una inquietud me comenzó a importunar. Era la comezón de una oportunidad perdida.
Tras dudarlo mucho, finalmente le envié a Juan un mensaje de voz:
—¿Puedes preguntarle a Serrat si se acuerda de una señora que una vez, en el tren de Machu Picchu, se le acercó a pedirle dinero prestado?
Al día siguiente, cuando desperté, la respuesta de mi amigo canario ya me estaba esperando:
—Dice que se acuerda perfectamente.
Parece que así era Pati. Inolvidable hasta la terquedad.
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Todos tenemos una tía Paty… me imagino la dicha y magia de las personas que son la tía Paty. Han de celebrar cada bocado, moviéndose y con los ojos cerrados, sorprendiéndose con los sabores invitan a los suyos para que disfruten tanto como ellas.
Nunca mejor dicho, Wicha.
Muchas gracias.