Una piragua de Navidad


Entre galletas y floripondios, un recordatorio de las cosas que realmente importan 


Hace un par de años me tocó escribir mi columna un 25 de diciembre y le di los últimos toques mientras arreglábamos las flores y poníamos la mesa para los casi veinticinco comensales que nos reunimos esa tarde para celebrar el almuerzo navideño con mi familia materna, una tradición que mi abuelo trajo de sus años de estudiante en Inglaterra. 

En mi infancia, la Nochebuena se solía pasar con mi familia paterna y recuerdo el patio de mi abuela abarrotado de primos, sobrinos, tíos y tías repartiendo chocolate caliente con queso, panetón y, sobre todo, galletas decoradas con azúcar de colores. Recuerdo que los días previos, las tías se juntaban en la cocina de mi abuela a prepararlas y, sobre todo, a decorarlas entre cuentos y risas. Táperes enteros que me parecían del tamaño de un tarro de pintura se iban llenando de estrellas, campanas y árboles rojos, verdes y amarillos. Hoy, treinta años después de la partida de mi abuela, mis tías ya no están, pero sus tradiciones viven en las nuevas generaciones.

Aquella Navidad del 2021 escribí esta columna (clic aquí) sobre las galletas que preparamos cada año y sobre cómo he convertido esa tradición en la columna vertebral de mis celebraciones decembrinas. Antes de escribir estas líneas, tal vez para inspirarme, me puse a ver mis recuerdos de Facebook —una maravillosa ayuda de memoria— y pude comprobar que los últimos quince años mis hijos y yo nos la hemos pasado haciendo galletas entre el 20 y el 23 de diciembre en todos los lugares en que hemos celebrado la Navidad. Entre harina y azúcar hoy  veo que mis hijos han pasado de ser unos querubines de pelito enrulado a los muchachones de hoy.

El año pasado fue el primero que no pasé la Navidad con mis hijos. Se fueron a Austria con su padre y en esas circunstancias tuve que buscar con quién decorar galletas. Así, convencí a tres de mis amigas más queridas para que vinieran a la antigua cocina de mi abuela a seguir con la tradición familiar. Para completar el cuadro, debo decir que dos de ellas tienen hijas preadolescentes, una edad ideal para estos menesteres y que, como son judías, las tradiciones navideñas no son precisamente parte de su repertorio. Fue una tarde muy linda porque ¿a quién no le va a gustar ponerse a cantar y pintar galletas con azúcar de colores para después comérselas? 

Este año volví con mis hijos a la cocina de la abuela, donde viví vidas pasadas, donde vivieron mis padres, algunas tías y otras amigas, y donde ahora vive mi hermana. Esta preparación de galletas ha sido especial porque, de alguna forma, marca mi regreso formal al Perú ya que, después de casi treinta años, he decidido establecer una casa permanente en el mismo recinto que me vio llegar como recién nacida. 

Cuando hace poco un amigo me preguntó si volvería a vivir al Perú, mi respuesta fue clara, aunque quizás le sonara ambigua: por un lado, no podía realmente volver, porque nunca me había ido del todo; mientras que, por el otro, si bien estoy de vuelta, alguna parte de mí también estará en otro lugar. Luego recordé un mito melanesio de la isla de Tuvalu con el que tropecé hace algunos años, que me acompaña y que comparto siempre que puedo. En esa isla dicen que toda persona esta desgarrada entre dos necesidades: la necesidad de la piragua, es decir del viaje y del desarraigo de uno mismo; y de la necesidad de árbol, es decir, del enraizamiento, de la identidad. La gente deambula constantemente entre estas dos necesidades, cediendo a veces a una, a veces a otra; hasta el día en que entiende que es con el árbol que se fabrica la piragua.

La búsqueda de la piragua es lo que ha sido mi peripatética vida que, desde niña, me ha llevado a vivir en muchos lugares. Dejé el Perú por primera vez a los dos años y desde entonces lo mío ha sido un constante volver y volver a partir. Me encantan los viajes y me fascina conocer lugares y personas nuevas, pero, de la misma manera, siento mis raíces profundamente hundidas en estas tierras y es aquí donde está mi familia y mis amigos, alguna de la gente a la que más quiero. Quizás es por eso que me duele tanto cada contienda electoral en que se me ataca diciéndome por qué me importa lo que pasa en el Perú, si no vivo aquí.

Parte de mí siempre está aquí, en la misma casa que construyeron mis abuelos a principios de los años 60, cuando se mudaron de Huancayo para vivir a dos cuadras de sus hijas. Es aquí donde está el árbol que me sostiene y con el que puedo hacer mi piragua para surcar todos los mares posibles. En los años 80, mi madre plantó unos árboles cuyos troncos son ahora muy anchos y en ellos anidan los pájaros que nos recuerdan que estamos en casa. En el jardín donde alguna vez hubo una higuera, que mi abuela mandó sacar cuando murió la mayor de sus hijas por la pena que le daba ver que ella no comería nunca más esos frutos, ahora hay un aromático floripondio donde descansan las cenizas de los perros de la familia.

Y fue en este hogar donde anoche congregué a la familia y a los amigos a decorar galletas, a reír y a abrazarnos y desearnos una feliz Navidad, que es lo mismo que le deseo a usted. Celebremos a las familias, a los amigos, a los viejos y a los nuevos, así como también a los árboles que nos permiten construir las piraguas.

3 comentarios

  1. Lucy Flores Lazo

    Feliz Navidad Natalia, gracias por tus artículos que espero, leo y disfruto muchísimo. Siempre me dejan importantes reflexiones y me generan esperanzas, en especial la de saber que aún quedan personas, sensibles, solidarias y decentes. Saludos a tu mami con quien estudiamos en la Universidad.

  2. Cesar Garro

    FELIZ NAVIDAD SEÑORA SOBREVILLA…LINDOS RECUERDOS.

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