¿Acaso hemos entregado nuestra humanidad a las nuevas tecnologías?
Desde hace un tiempo, encuentro en los usuarios de internet un desencanto cada vez más declarado frente a la tecnología. El último truco de la inteligencia artificial —la adaptación de fotografías a ilustraciones con el estilo del Studio Ghibli— cosechó tantos entusiastas como críticas respecto a lo que le hacía al legado de Miyazaki, figura fundamental de Ghibli, así como a los recursos energéticos que aquel truco implicaba. La compra que hizo Elon Musk de Twitter y la posterior incorporación de este personaje al gabinete de Trump generó una ola masiva de migración hacia otras alternativas como Bluesky, luego de que se revelaran las graves consecuencias de su falta de regulación. Los efectos nocivos de Instagram y TikTok en la salud mental de niños y adolescentes tienen como locos a los padres de familia y a los colegios, que no encuentran una vía de retorno factible que no sea la prohibición. Y la lista sigue, pues el paraíso que se nos prometió cuando internet pasó a ser parte de la vida cotidiana no deja de mostrar su reverso siniestro.
Lejos de querer irrumpir en este panorama con un «se los dije» propio de un millenial antipático, la situación sí que me fuerza a regresar a los primeros avisos. Esos ruidos que prefiguraban esta nueva realidad como un asunto ya ineludible.
Para mí, hubo un anuncio muy concreto. Debió ser en 2014. Como cada año, al cumplirse mi contrato con la empresa de telefonía a la cual le compraba una línea móvil y un celular a plazos, fui a sus oficinas para efectuar el cambio de equipo. Cuando me dieron el aparato, descubrí que esta vez, apenas el celular se encendía, se me pedía introducir mi correo para así sincronizar mis contactos y otros datos. Me pareció raro, así que me acerqué a pedir ayuda: hasta ese momento, el traspaso de contactos lo había hecho siempre de manera manual o pasando un chip de un equipo al siguiente. El encargado, algo irritado, me dijo que ya no era posible. Los smartphones no funcionaban si uno no los sincronizaba con un correo, o en todo caso funcionaban bastante mal.
Por supuesto, yo estaba al tanto. Ya me había enterado de cómo operaban algunos de los nuevos teléfonos celulares, pero me interesaban muy poco y además la intuición me decía que no era buena idea tener todo conectado. Una cosa era mi correo y otra cosa mi celular. Aferrándome a tecnologías anteriores, a teléfonos todavía híbridos, había conseguido pasar de largo, no sumarme al nuevo paradigma smart de la telefonía.
De repente, ya no hubo alternativa.
Ese día en las oficinas de aquella empresa comencé una lucha que duraría un par de años, pero que más pronto que tarde perdería. De nada servirían mis intentos por seguir enviando mensajitos de texto cuando ya todos los demás habían hecho de WhatsApp una regla. Tampoco mis ocasionales retiradas de Facebook o mi reticencia a entrar en Instagram. Más allá de los reclamos de mi entorno social, sería la exigencia laboral la que me sometería. Plataformas que antes habían tenido un cariz lúdico, diseñadas para adolescentes y jóvenes, más pronto que tarde se convertirían en un requisito, la única vía para formar parte del mundo.
A los ojos del resto, mis esfuerzos eran propios de un paranoico. A nadie le parecía raro que nuestros datos estuviesen almacenados en la nube, sin casi entender cómo funcionaba la tecnología cloud. A nadie le parecía raro que el GPS de los celulares rastreara nuestros pasos, recomendándonos mejores rutas para llegar más rápido al trabajo. A nadie le parecía raro que, tras tomar fotos íntimas con la cámara del celular, éstas aparecieran también en nuestra computadora, que a veces, por la costumbre, dejábamos abierta en la oficina, fuera de la privacidad del bolsillo de pantalón donde hasta entonces habían permanecido protegidas. Era, sencillamente, el discurrir lógico de la existencia. Lo real y lo virtual eran cada vez más una sola cosa.
Y aquí quizás podrán salir algunos con su Nokia 3310 en la mano a gritar: «¡Yo soy la resistencia!». Pero admitámoslo: son pocos. Y muy afortunados.
Aparecieron conceptos como el Internet de las Cosas (IoT, por sus siglas en inglés), que básicamente quería decir que ahora todos los dispositivos estaban hiperconectados: tu celular, tu computadora, tu televisor, el aire acondicionado, lo que quieras. Apareció Elon Musk y prometió algo llamado Neuralink, una interfaz que permitiría sumar tu cerebro a ese catálogo de aparatos sincronizados. Y a nadie le pareció raro.
Menciono estos avances desde la complicidad, ya que mi lucha, como dije, duró apenas un par de años. Después, cuando se hizo evidente que no habría marcha atrás, me entregué, firmé mi condena. Aun así, creo que vale la pena recordar que nada de esto sucedió porque las personas así lo quisiéramos. Aquel individualismo retorcido que en estas reflexiones nos obliga a admitir que todos, con mayor o menor entusiasmo, pusimos nuestro granito de arena olvida que detrás hubo multimillonarios y corporaciones y gobiernos cuyos intereses nos sobrepasaban. Un problema en el que, entonces, casi nadie se detuvo a pensar demasiado, y que recién hoy comienza a sacar chispas en los usuarios, pues no es menos que escandaloso darnos cuenta de que la prefiguración del futuro sigue en esas mismas manos.
La pregunta siguiente es si acaso se puede hacer algo. Trato de ser optimista y afirmo que sí, pero también estoy convencido de que ese algo no pasa por un activismo que, desde las propias redes sociales, intente concientizar sobre los peligros de internet o sobre cuántos litros de agua cuesta que la inteligencia artificial nos haga un retrato estilo Ghibli. Pensaría, más bien, que lo que se necesita son acciones políticas concretas que descentralicen el poder sobre las tecnologías y que hagan de la regulación un frente de resistencia. Lamentablemente —paradójicamente—, el miedo a perder nuestras libertades ha sido instrumentalizado para volvernos esclavos. El tótem del libre albedrío —aquello de «darle al cliente/televidente/usuario lo que el cliente/televidente/usuario pide»— es nuestra condena, la llave que vuelve irremediable la desintegración de la humanidad.
Cierro con una última anécdota. Hablaba hace poco con una amiga por WhatsApp y, de pronto, ella me preguntó por qué yo no tenía una foto en la app. Le dije que así lo había manejado siempre: me ponía muy incómodo que cualquier desconocido, tan solo con obtener mi número de celular, pudiese enterarse de cómo se veía mi cara. «Es muy de psicópata eso», me dijo ella. Al acabar la conversación, lo pensé por un momento. Considerando la escasez de trabajo de estos últimos meses, cedí, puse una foto: no quería que alguien que me contactara por chamba llegase a pensar eso de mí. Fue después de un rato, tras repasar mi historial de rebeldía, cuando me dije a mí mismo: «¡Que no jodan!». Y la borré de vuelta.
A pesar de que sea cada vez más pequeña, a pesar de que mi manera sea casi patética, yo todavía quiero seguir en las filas de la resistencia.
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