Sobre el pánico que generó la paralización cautelar de una novela de no ficción
El pasado miércoles 26 de marzo se tenía prevista la puesta en venta del libro El odio, del español Luisgé Martín, editado por Anagrama, una novela de no ficción que gira en torno al caso de José Bretón, el hombre que en 2011 asesinó a sus hijos para vengarse de su expareja, Ruth Ortiz, y que en 2013 fue condenado a cuarenta años de prisión. En los últimos días, su camino hacia las librerías había sido detenido cautelarmente por un pedido de la Fiscalía de Menores de Barcelona, luego de que una denuncia de Ortiz —víctima del caso y madre de los niños— alegara que la publicación incurría en una intromisión ilegítima del derecho a la intimidad de ella y de los menores fallecidos. Aquella incertidumbre sobre el destino del libro hizo estallar un debate acerca de los límites de la libertad de expresión. Y es que buena parte del circuito literario no dudó en catalogar los intentos de Ortiz por impedir la salida de la novela como un caso de censura (1).
Las defensas de El odio se esgrimieron desde distintos frentes. Anagrama lanzó un comunicado en el que apelaba a su derecho de publicar la obra, alegando que la responsabilidad editorial y la libertad de expresión debían convivir. Luisgé Martín hizo lo propio, explicando las motivaciones que lo llevaron a escribir el libro — «Indagar sobre el odio, sobre la brutalidad de la naturaleza humana, sobre la crueldad, sobre las estructuras sociales que sostienen esa violencia inacabable»— y comparando esos propósitos con los que guiaron a Truman Capote al escribir A sangre fría (1965), a Emmanuel Carrère al escribir El adversario (2000) y a Nicola Lagioia al escribir La ciudad de los vivos (2016).
A ello se sumaron las voces de otros compatriotas suyos, como la de Sergio del Molino, quien acusó la hipocresía de los insaciables consumidores de documentales true crime que hoy se indignan por el libro de Martín, y la de Marina Perezagua, quien sentenció que la voz de la madre de los niños asesinados «no puede ser la voz que determine los límites de lo decible en el espacio público». También habló el escritor Juan del Val, quien dijo que «la libertad de hacer una obra literaria sobre cualquier persona tiene que estar por encima del dolor de la madre», y el escritor Javier Sagarna, quien apuntó: «Cuando empezamos a hablar sobre los límites de la libertad de expresión, a mí se me ponen los pelos de punta».
En esta esquina, honestamente, lo que me puso los pelos de punta fue leer y escuchar estas declaraciones.
¿Tan relevante es en este caso la libertad de expresión? ¿Así de fácil resulta gritar «censura»? ¿Acaso no existe nada que esté por encima de la literatura y el arte, ni siquiera el dolor de una madre que pide expresamente que no se convierta en mercancía un texto en el que se invita a hablar al asesino de sus hijos?
Para algunos, puede que estas preguntas tengan a priori respuestas muy evidentes. Pero a la luz de cómo se viene usando el concepto de «libertad» en coyunturas políticas como las de Estados Unidos y Argentina, en boca de personajillos como Trump, Musk y Milei, a mí más bien me parece evidente que hace falta llamar la atención acerca de los peligros que encierra su uso absolutista y descontextualizado, como si las ideas sobre lo que significan la censura y la libertad de expresión no hubiesen nacido en contextos específicos —hoy, en muchas latitudes, cada vez menos vigentes— o como si no estuviesen articuladas al poder, a las condiciones de producción de una obra o, concretamente, al morbo puro y duro, que a nivel comercial sabemos lo bien que funciona.
A quienes, por ejemplo, comparan este caso con el intento del alcalde del municipio de El Grove, Alfredo Bea Gonder, de impedir la circulación del libro Fariña (2018), que lo señalaba como parte de una red de narcotráfico, ¿de verdad piensan que el poder que ostentaba Bea Gonder se acerca al que pueda tener Ruth Ortiz? ¿Creen acaso que sus motivaciones se parecen?
En un sentido similar, tremendo ruido encuentro al constatar cuántas defensas de lo que hizo Luisgé Martín con El odio—la suya propia, entre ellas— se amparen en señalar que esto ya se ha hecho antes y miles de veces. Lo dice él mismo en su comunicado: «Antes y después ha habido cientos o miles de libros semejantes». ¿Importa tanto lo que hizo Capote en los años sesenta? ¿Lo que hicieron Carrère o Lagioia en el siglo XXI? ¿Lo que sucede hoy con las series true crime? Parecieran decir, con sus redundantes comparaciones, que ya no existe derecho a repensar o revisar lo que antes fue la literatura ni lo que podría ser hoy, como si ésta fuera una cosa que circula totalmente apartada —o por encima— de las sociedades y los individuos que las producen y las consumen, como si su definición fuera un asunto fijo que trasciende y resiste los cambios que ocurren en otros ámbitos de la existencia, o, peor, como si no quisieran admitir que los libros son—además de un esfuerzo no siempre afortunado de hacer arte— sobre todo mercancía.
Una idea adolescente y trasnochadamente romántica, por no decir indolente.
Hay quienes además reprochan a las personas que critican a Luisgé Martín y a la editorial sin haber leído el libro, como si el problema lo constituyera su calidad literaria o su contenido específico. Se lo reprochan, incluso, a la propia Ruth Ortiz. Un argumento de lógica perversa, pues leerlo, la mayoría de las veces, implicaría comprarlo; es decir: participar, se quiera o no, del beneficio comercial de quienes se encargaron de producirlo.
Hay cosas que ya se saben sin que haga falta leerlo. La que más enciende las alarmas es el hecho de que el autor jamás contactara a Ruth Ortiz, ni para entrevistarla ni para avisarle que un libro sobre el asesinato de sus hijos estaba en camino. También la decisión del autor de hablar únicamente con el asesino. Luisgé Martín lo menciona en su obra, dice que le «resultaba distractivo cualquier otro punto de vista, especialmente el de Ruth Ortiz, a la que, en cualquier caso, no me habría atrevido a mortificar con indagaciones». Es su versión. Pero creo que muchos estarán de acuerdo conmigo en que, sobre esta decisión, cabe la sospecha acerca de lo que el autor temía que sucediera si aquella conversación con Ortiz llegaba a darse: que las complicaciones sobre su publicación comenzaran mucho antes y que el libro, quizás, nunca llegase siquiera a escribirse.
Más perturbador aun resulta pensar en las razones que tuvo el asesino para aceptar formar parte del proyecto. No solo ganar notoriedad, sino, más que otra cosa, la oportunidad de seguir haciéndole daño a Ruth Ortiz.
Me detengo en este punto para saludar a los escritores y periodistas que han sabido equilibrar el debate con opiniones lúcidas y compasivas, que felizmente no han sido pocos: Pilar Álvarez, Mariola Cubells, Daniel Arjona, Borja Martínez, Jimina Sabadú, Noemí López Trujillo, Beatriz Martínez, Álvaro Llorca, Lucía Méndez, Victoria Rosell, entre otros. Asimismo, encuentro noticias sobre librerías que no quieren recibir la obra: Librería Picasso, Librería Carmen, El Jardín Secreto, Librería Cámara y Botica de Lectores. Buen gesto de humanidad en un circuito que a veces pareciera querer dejar esta dimensión de lado.
Hay quienes desde las propias trincheras de la literatura entienden que acusar censura y reclamar libertad de expresiónya no basta para justificar ciertos atropellos. Las consecuencias de lo que se plasma en las páginas de un libro exceden ampliamente sus márgenes, involucrando a quienes escribimos y a quienes no. La soberanía literaria hace rato que comenzó a perder su estatus incuestionable, sobre todo porque va quedando claro que no todos tienen el derecho de ejercerla. Los debates acerca de estos asuntos son bienvenidos, pero también la humildad de saber cuándo recular, de entender que no siempre las víctimas son quienes escriben y de admitir que la literatura no tiene por qué deletrearse con esa L mayúscula inimputable.
(1) Al cierre de este artículo, el libro todavía no ha llegado a librerías. El día jueves 27 de marzo, Anagrama emitió un comunicado en el que informó que, «en un ejercicio de prudencia y de forma voluntaria, la editorial ha decidido mantener la suspensión de la distribución de la obra de manera indefinida».
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Entre las opiniones alineadas con el dolor de la madre superviviente mencionaría también a Fernanda García Lao, muy activa en las redes sociales.
¡Muchas gracias, Enrique! La busco ya mismo.