¿Etiquetar a diestra y siniestra de esta forma será una buena estrategia electoral?
Ponerle una buena chapa a un político es un arte. Sobre todo, si lo que busca ese sobrenombre es encasillarlo en una postura o rol que le reste votos y simpatías entre la población. El Tucán o Porky son motes inocuos, que a lo mucho nos arrancan una sonrisa, y cuyos destinatarios —Luis Bedoya Reyes y Rafael López Aliaga, respectivamente— hicieron bien en abrazarlos e incorporarlos a sus identidades políticas. Otra historia cuentan sobrenombres como Dina Asesina o Dina Balearte, que buscan recordarles a los ciudadanos cómo empezó su mandato la señora que hoy duerme en Palacio de Gobierno.
A veces los apodos se les ocurren a los comediantes, otras veces nacen del ingenio de un tuitero, pero en muchas ocasiones el sobrenombre se cuece en las filas de los adversarios. Alan García, por ejemplo, siempre tuvo olfato para etiquetar a sus rivales políticos; Lourdes Flores hasta el día de hoy debe tener pesadillas con aquello de la “candidata de los ricos”, y Ollanta Humala y Nadine Heredia serán para siempre “la pareja presidencial”. Etiquetar, estigmatizar, ensalzar el peor lado de aquel que quiere hacerse del poder es lo que buscan este tipo de remoquetes. Por eso hay que tener un poco de malicia y mucho ingenio para escogerlos, pues no basta con soltar un apodo gracioso: hay que conectar con la población, dar en el clavo con esa característica del personaje que todos han percibido, pero que nadie ha podido nombrar.
Actualmente la etiqueta más utilizada por el gobierno y por los partidos que se ubican en los extremos derecho e izquierdo del espectro político, es el nunca bien descifrado “caviar”. Con ese famoso sustantivo, lo que buscan es sacarse de encima a cualquier adversario político o ideológico señalándolo como una suerte de zángano o come echado que quiere vivir, directa o indirectamente, del Estado. Si eres un exfuncionario de los gobiernos pasados, exceptuando el aprista, eres un caviarazo. Si no trabajaste para el Estado, pero tu primo lejano tuvo un puesto en un ministerio, pues eres caviar también. Si te interesan los derechos de la mujer, si defiendes el medio ambiente, si reclamas por los derechos humanos, pues algo de caviar o caviarona debes tener. Si vas al bar La Noche, caviar. Si estudiaste en la PUCP, recontra caviar. Y si marchas para reclamar por la inseguridad, caviarazo. A diferencia de los motes con los que se identifica a determinados políticos, que son precisos y dan en el clavo, lo de caviar se ha convertido en un comodín bastante aburrido, la verdad, con el que se etiqueta a ciudadanos que no tienen nada en común, salvo decantarse por una preferencia política más de centro.
Podríamos discutir horas sobre los alcances del término y creo que no llegaríamos —ni siquiera nos acercaríamos— a una definición medianamente precisa de lo caviar, pero ese no es el objetivo de este artículo. Lo que me interesa poner sobre la mesa es ¿qué tan efectiva viene siendo esta caracterización para confrontar al enemigo político que se agazapa en el centro? ¿Se han puesto a pensar quienes la enarbolan con entusiasmo si sirve para aglutinar a la población en torno suyo? Particularmente, me parece que el término se ha usado de manera tan indiscriminada que ya no es efectivo. Caviar puede ser cualquiera, lo que es equivalente a nadie. Además, su uso está circunscrito a esferas bien delimitadas, como las redes sociales —X principalmente— y algunos sectores de la sociedad limeña. Me imagino perfectamente a un televidente de Willax dejando de votar por tal o cual candidato porque lo considera caviar; pero no veo cómo ese argumento podría influir en el voto de un joven del sur de nuestro país o de la selva.
La polarización caviar/no caviar revela un aspecto un tanto frívolo de los políticos que se miran el ombligo, y que pierden de vista un elemento que sí puede mover los votos en la próxima contienda electoral, me refiero a la pugna entre Lima y las regiones. Cuando Pedro Castillo fue apresado y asumió el poder Dina Boluarte, muchos peruanos sintieron que los limeños, finalmente, habían defenestrado al representante de los pobres, de los desfavorecidos, de las provincias. Ese sentimiento de pérdida fue el que los llevó a protestar a las calles y, como ya sabemos, fue por esa protesta que terminaron baleados y acribillados por la fuerzas del orden más de cincuenta peruanos a los que nadie les ha extendido siquiera unas disculpas. La herida sigue ahí, y cada vez que la presidenta sale a hablar de los “caviares que quieren retomar el poder” no hace más que agravar la ira de quienes lo único que quieren es justicia. ¿Se han puesto a pensar qué pasará cuando alguien decida hacer de ese dolor y resentimiento un estandarte de campaña? ¿Son conscientes los anticaviares de lo lejos que está su discurso de empatizar con los verdaderos problemas de esa población que decide quién gana las elecciones?
Me parece que no.
Y lo más probable es que recién se enteren cuando un candidato que sepa capitalizar de manera perversa todo ese resentimiento les gane las elecciones.
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