Sobre los espacios que nos definen y el arte de reconstruirlos
Si hortum in biblioteca habes, nihil deerit (si tienes un jardín y una biblioteca, no te faltará nada), escribió Marco Tulio Cicerón, el historiador, jurista, filósofo y orador romano en una de sus Epistulae ad familiares en algún momento entre el 62 y 43 antes de Cristo en Roma, probablemente antes del asesinato de Julio César, a quien en su momento criticó por destruir la República.
Estos días estuve pensando mucho en esa frase y en lo paradójico que resulta que una persona de temperamento peripatético y de vida trashumante como yo tenga una fascinación tan grande por estructuras tan ancladas a tierra como los jardines y las bibliotecas. Y no solo por el gusto de visitarlos, sino también de construirlos y disfrutarlos. Los libros son, por supuesto, más fáciles de arrastrar que las plantas, pero siempre es posible poner los rosales en barriles como se le ocurre al personaje de Isabel Allende en El plan infinito. Y también se puede volver a plantar lo que más feliz nos hace.
Borges decía que una biblioteca es lo más cercano que hay al paraíso, y puedo dar fe de que entre libros y entre plantas es donde más a gusto me encuentro. Justo hace unos días conversaba con un amigo con quien compartimos vidas paralelas, ambos viajando regularmente entre continentes con algo de residencia acá y otra allá, intercambiando historias de lecturas, películas, series, pero también de jardines, recetas y viajes. Esta vez me describió el patio de su casa, con jazmines que florecen una vez al año y cuyo aroma le recuerda el cariño con el que fueron plantados.
Me confesó entonces el temor que tiene de que su madre, que ya tiene sus años, no deje registro de sus maravillosas recetas italianas, recordándome el libro que hace veinticinco años publicamos mi madre, mi tía y mi hermana gracias a los cuadernos de las antepasadas que no conocimos, pero que dejaron escritas las anotaciones que nos hace posible pensar en ellas y sentirlas cerca. Le aconsejé que pasara tiempo con ella en la cocina y que fuera tomando nota de cada una de esas cucharadas de inmenso amor.
Luego, hablando largo con mi madre, de quien aprendí los placeres de la lectura, la cocina y la jardinería, reflexionamos sobre esa paradoja de construir jardines para dejarlos atrás; algo en lo que ella se ha especializado, aunque es cierto que hay uno al que ella siempre regresa y que puedo dar fe de que está más verde que nunca, a pesar de que hace un tiempo tuvimos que sacar los árboles que plantó hace cuarenta años porque estaban podridos por dentro. Quizás allí resida la capacidad de los jardines de hacernos sentir vivos: se pueden hacer y rehacer.
Su jardín, que ahora parece un vivero, me recuerda a la tienda de plantas en Londres a la que fui a buscar lo que necesito para mi nueva casa. Está ubicada en el que será mi nuevo barrio y creo que es uno de los viveros más lindos que he conocido en país que resalta por su amor a la jardinería, y tiene una cafetería, como ocurre usualmente aquí con este tipo de negocios. Tiene no solamente una comida deliciosa, fresca y orgánica, sino además una librería e incluso un bazar de antigüedades. Así, entre mis viajes, he recalado en él para buscar rosas, hortensias y un nuevo manzano, porque me da mucha pena dejar el que planté hace unos años, además de las wisterias que aquí cada primavera adornan las paredes con sus racimos de flores lilas. La que planté, y que también me toca dejar, es vigorosa, pero no da tantas flores como quisiera. Ojalá esta vez tenga más suerte, o yo tenga más paciencia.
Aunque en este nuevo jardín todavía no está listo el espacio para el huerto, ya compré el romero y el laurel, porque por algo se comienza. Me aseguré, además, de plantar las moras, que son tan diferentes a las nuestras en Perú porque no crecen en árboles, sino en arbustos, y por lo tanto sospecho que no son exactamente lo mismo que las blackberries del hemisferio norte.Las he plantado con emoción porque volveré a encontrarme con ellas en octubre, cuando comiencen a dar fruto. Esta vez no pondré frambuesas, y cuando vuelva en el otoño me aseguraré de plantar muchos bulbos para que en la primavera me saluden los narcisos.
Mientras pienso en este jardín tan del norte, me viene a la mente el que en el futuro tendré también en Lima. Quizás sea como el que tuve hace unos ocho años, donde cultivaba mis propias lechugas, y en el que le enseñé a mi hijo a hacer crecer sus propias calabazas para convertirlas en lámparas cada Halloween. Ese jardín donde por años esperé el premio de los espárragos, y donde logré que la cosecha se diera año tras año. Imagino en las posibilidades que me dará el trópico y sonrío.
Luego de recordar mi minúsculo cuarto de estudiante recién llegada a Londres, donde metí todos los libros posibles y una minúscula buganvilia que me hacia pensar en casa, salto al futuro y me ilusiono con la biblioteca que un día no muy lejano tendré en Lima y en la que, finalmente, se juntarán los libros que heredé de mi abuelo y que llevo años rogando que no me boten; los de mi oficina en la universidad que ahora esperan su viaje, listos en cajas debajo de las escaleras; además de los que adornan la hermosa estantería que me hicieron mi hijo y su padre con las maderas olvidadas de un antiguo techo. ¿Leeré por fin esa historia de Napoleón en siete tomos, y otros tantos volúmenes, algunos de los cuales ya han cruzado el Atlántico más de una vez? Quién sabe y tampoco importa, porque los libros estarán juntos y me harán compañía.
Tendré, como decía Cicerón, mi huerto y mi biblioteca, y ahí recibiré a los amigos de todas las latitudes y les cocinaré algo rico que nos recuerde lo bonito que es vivir con las cosas que nos resultan esenciales. Y seguiré viajando, visitando mi otro jardín por temporadas y, quién sabe, quizás algún día armaré otros jardines y otras bibliotecas.
¡Suscríbete a Jugo haciendo click en el botón de abajo!
Contamos contigo para no desenchufar la licuadora.