Ser conservador o progresista parece estar más anclado en nuestra biología de lo que pensamos.
Siempre pensé que había absorbido por ósmosis las ideas de mis padres. Nunca se afiliaron a un partido político, pero en su juventud sí militaron en diversas causas sociales. Ahora empiezo a cuestionar esa certeza, y a mirar más allá de la influencia familiar o de mi educación.
¿Alguna vez te has preguntado por qué tu forma de ver el mundo es tan diferente de la de tu padre, tu vecino, o incluso tu pareja? ¿Por qué algunos defienden el orden y la tradición con tanto fervor, mientras otros luchan con pasión por el cambio y la justicia social?
Durante años, se asumió que nuestra ideología era un reflejo de lo que aprendimos en casa, en la escuela o a través de los medios. Pero en las últimas décadas un grupo de investigadores ha empezado a mirar en otra dirección: hacia el interior de nuestro cuerpo. Más exactamente, hacia nuestros genes, nuestro cerebro y nuestras respuestas emocionales.
Uno de los pioneros de esta línea de investigación es John R. Hibbing, un politólogo estadounidense y fundador del laboratorio de Fisiología Política de la Universidad de Nebraska-Lincoln. Desde hace más de cuarenta años, Hibbing ha explorado una pregunta inquietante: ¿y si parte de nuestra inclinación política estuviera escrita en nuestra biología?
Una de las pistas más sólidas proviene de investigaciones con gemelos. En un estudio pionero publicado en American Political Science Review, Hibbing y otros investigadores compararon las actitudes políticas de gemelos idénticos (monocigóticos o que comparten el 100 % de su ADN) y fraternos (dicigóticos, que comparten aproximadamente el 50 % del ADN). Descubrieron que los gemelos idénticos mostraban una mayor similitud en sus opiniones políticas que los gemelos fraternos, llegando a la conclusión de que los factores genéticos desempeñan un papel significativo en la formación de actitudes políticas. Pero no se trata de un «gen del conservadurismo», ni de una mutación que te vuelve progresista. Lo que influye, más bien, son ciertas predisposiciones emocionales, cognitivas y fisiológicas que moldean la forma en que percibimos el mundo.
Otros estudios han ido más allá del ADN y se han adentrado en el cerebro. Se ha descubierto, así, que quienes tienen una amígdala derecha más grande —una zona del cerebro asociada con el miedo y la detección de amenazas— suelen identificarse con ideas más conservadoras. En cambio, quienes muestran más materia gris en la corteza cingulada anterior —una región en la parte frontal del cerebro vinculada con la gestión del conflicto y la tolerancia a la ambigüedad— tienden a ser más abiertos al cambio y, en general, más progresistas.
En otras palabras, no nacemos «de izquierda» o «de derecha», pero sí podemos nacer con un cerebro más sensible a determinadas emociones o formas de procesar la información. Y esto se refleja en nuestros comportamientos. En un experimento curioso se midieron las reacciones de varias personas ante un ruido fuerte e inesperado. Los conservadores tendieron a sobresaltarse más. También reaccionaban con mayor intensidad fisiológica ante imágenes desagradables: heridas, insectos peligrosos o rostros enfadados. Las observaban más tiempo y su cuerpo —literalmente— mostraba señales de alarma. Los liberales, por su parte, eran más abiertos a nuevas experiencias y toleraban mejor la incertidumbre. Estas diferencias perceptivas, en síntesis, parecen influir en las posiciones ideológicas que asumimos.
A lo largo de la historia, las sociedades han necesitado personas que conserven las normas, protejan al grupo y mantengan el orden. También han necesitado individuos dispuestos a cuestionar lo establecido, adaptarse a los cambios y buscar nuevas soluciones. Diversos rasgos de personalidad parecen alinearse con estas tendencias. La llamada «apertura a la experiencia» —más común entre progresistas— implica curiosidad, creatividad y gusto por lo nuevo. En cambio, la «conciencia» o responsabilidad —más alta en conservadores— se asocia con disciplina, respeto por las reglas y organización. Desde esta perspectiva, las ideologías políticas no son caprichos, sino estrategias evolutivas complementarias para enfrentar desafíos sociales.
En El Cerebro Ideológico, la joven y destacada neurocientífica británica Leor Zmigrod explora estos temas desde las neurociencias y revela cómo la rigidez cognitiva —la dificultad para cambiar de opinión o adaptarse a nuevas ideas— se relaciona con ciertas estructuras cerebrales y niveles de dopamina. Curiosamente, este rasgo aparece tanto en extremistas de derecha como de izquierda, lo que sugiere que lo que une a los radicales no es el contenido de sus ideas, sino su inflexibilidad mental.
Ahora bien, que haya una base biológica no significa que estemos condenados por nuestros genes. La educación, las experiencias personales, la cultura y los medios siguen siendo fundamentales.
Si bien la biopolítica y la neurociencia política aún estén en pañales, ya nos están dando herramientas para entender mejor por qué la política genera tantas pasiones. Y nos muestran por qué es tan difícil cambiar de opinión: no basta con argumentos lógicos. Muchas veces, la raíz está en nuestra biología, que condiciona nuestras emociones más profundas.
Comprender eso podría, quizás, ayudarnos a dialogar —y entendernos— mejor.
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