Una invitación a conocer a una mujer sensible y combativa de la generación X

Alessandra Pinasco es escritora y músico. Es filóloga por la PUCP y ha escrito para distintos medios en Perú, además de colaborar durante 15 años con Vogue México y Latinoamérica. Vivió 8 años en Cusco, donde dirigía la heladería El Hada. Es parte del equipo del sello de poesía Álbum del Universo Bakterial, y dirige el sello Templanza. Publicó el poemario Lost and Found (AUB, 2007) y el libro de cocina autobiográfico La Marmita Encantada (Grijalbo, 2017). Ahora escribe ficción. Tiene tres hijos y una gata.
“¿Qué pasa con la música cuando morimos? ¿Volvemos a escucharla en otra dimensión?”. María Luisa del Río se hace esta pregunta hacia el final de Se busca un final feliz, un libro recorrido por la música: las canciones que grababa en un casete después de llamar a la radio para pedirle al DJ que las pasara sin interrupciones; los CD que robó en un desalojo para tener qué poner en su bar en Huanchaco, en un tiempo en el que tener toda la música del mundo en el teléfono habría parecido ciencia ficción; las pistas que, décadas después, ella misma ahora pone en fiestas extrañas en las que nadie bebe, nadie toma fotos, nadie baila en pareja, y que incluso pueden ser de día; los cantos que la sostienen en exigentes rituales psicotrópicos a los que ella se entrega con disciplina. Pero el libro, además, tiene su propia música: una música que nos mece y nos sacude, que nos azora con silencios, que nos deslumbra cada vez que ella se encuentra con algo que se parece a la magia en medio de una vida que es por un lado extraordinaria, por otro lado como cualquier otra.
Porque ni siquiera ella, ella que siendo una chiquilla botó a los gritos a una sarta de borrachos de su bar golpeando el suelo con una lanza awajún, imperiosa como la Señora de Cao; ella, que construyó en la selva una casa con sus manos y que batalló con las lombrices monstruosas y las feroces cucarachas de la jungla, esas que beben cera hirviendo como si fuese limonada; ella, a la que las periodistas un poco menores mirábamos con admiración, hasta con pica, mientras se abría camino en medio del machismo de nuestro país y de esa profesión en particular durante esa época, sin dejar de ser una chica, una chica sexy, una chica que corría olas; ella, que no tiene reparos en desnudarse frente a sus compañeros de ruta si al lado del camino aparece un buen recodo del río en el que bañarse, porque las reacciones de los otros no son su problema; ella, que, cuando le metieron la mano en bicicleta, en lugar de alejarse pedaleó más rápido porque quería “verles la cara a estos hijos de puta”; ella, que se vengó en un invierno neoyorkino de una jefa arpía dibujando genitales en las puertas del baño y luego enseñándole el dedo medio; ella, a la que otro jefe llamaba “the bitch”: ni siquiera ella está a salvo de ver, por ejemplo, cómo una crítica injusta a uno de sus libros terminó por silenciarla durante años; no está a salvo de que las hormonas de mujer fértil la dejen y con ellas desaparezca “eso que yo llamo magia” de un día al otro; no está a salvo de que a su amiga amada se le arrebate la vida en una carretera, ni de ver cómo su mujer se le escapa de entre los dedos: “Yo muero de celos,” dice, “aferrándome al borde del colchón”.
Uno de mis pasajes favoritos no sucede en ninguno de los lugares asombrosos a los que la ha llevado su temperamento intrépido, sino en la cocina de su casa, después de sortear el ruido del transporte público en esta ciudad caótica, mientras trata de entender una propuesta insólita que le llega por WhatsApp en medio de la crisis de su vida marital.
La limonada se chorrea sobre el locro de la bebé, corro a traer un trapo, trato de limpiar la mesa, me llevo su plato para servirle otra vez, cuando estoy volviendo a la mesa me dice llorando que ya no hay más limonada. En ese momento entiendo que mi vida es una jaula gris y grito, grito como una bestia, mirándolas a ellas: ¡en qué parte de esta historia cabe una relación abierta!
Entre todo este ruido y toda esta música, en medio de los gritos, los llantos, las voces amadas de sus personas, las risas, se levanta, inignorable, el silencio. La presión submarina de todo lo que no se dice. De niña, ella se cae de un árbol y no dice nada; en el pasaje que para mí es el más desolador del libro, le roban su preciada colección de chistes, y no dice nada; más adelante (dos veces) aparece ropa con sangre en la canasta de ropa sucia y nadie dice nada. El silencio en este libro, sin embargo, también está en todo lo que ha elegido no contar.
María Luisa, entiendo, y ya lo sospechaba, es fuerte porque tuvo que hacerse fuerte, porque creció y vive en un mundo en que le caen golpes por doquier, mientras que su corazón es de esos que sangran con facilidad. Obvio que lo es. Si no, no podría darse cuenta de esos instantes que nos detienen en nuestros pasos; si no, no podría describirlos con tanta precisión, con tanta belleza. En medio de un retiro medicinal en la selva, tan austero y difícil que por ratos se siente en una prisión mal mantenida, ella igual nota instantes de fulgor.
Salí un rato de mi cama para ir a mi hueco a hacer pila y vi una mariposa blanca que vuela y desaparece de pronto, sin alejarse. La observé a profundidad, para entender en qué consistía su truco: el reverso de sus alas es de un color entre marrón y verde que le sirve para camuflarse. Si vuela, sus alas son blancas, pero si se detiene y las cierra, da la impresión de desaparecer, mimetizada con el fondo verde y marrón del follaje. Rara especie, pues la mayoría de las mariposas que conozco no tiene ese pudor.
María Luisa creció, decía, en un mundo duro. Muchos aquí sabemos lo que fue crecer en una realidad tan distinta, en un tiempo en el que éramos libres pero también estábamos expuestos a todo. Sobre todo las niñas. Los adultos en su vida son todo, menos un lugar seguro. Las maestras son unas bestias y quienes están a cargo de ella no tienen cabeza para cuidarla, menos aún para preguntarse —ni preguntarle— cómo se siente, cómo le afecta la volatilidad en la que vive; ni para hacerle esa pregunta que cuando uno es niño lo significa todo: “¿Qué pasó?” En ese país lejano llamado los 80, María Luisa trepa cerros, trepa árboles, se cae de los árboles, malea a propósito a sus muñecas. Encuentra pajaritos muertos, los entierra con cuidado y decora sus tumbas con flores. Años después, aislada en la selva, escuchará “un pajarito que canta monótono y parejo, como un mantra, hasta que desentona por ratos, pierde ritmo, se cansa quizás”. Esta imperfección que la fascina hace que este libro sea el anti-Instagram: ella no tiene miedo de mostrarnos su vida, la vida entera, la de verdad, esa que nos jalonea de aquí para allá como el maretazo que es.
La honestidad radical que muestra María Luisa en este libro es algo que, siento, necesitamos a gritos, siempre lo hemos necesitado, pero ahora más que nunca. Hablo de la honestidad radical al relatar estos pasajes de su vida, pero también una honestidad radical consigo misma, un compromiso a verse tal como es, a asumir su responsabilidad. En un pasaje recuerda los tres arcoíris que vio un día durante su vida en Santa María de Nieva, y que para los awajún, al contrario de lo que nos diría nuestra cosmovisión occidental e ingenua, son un pésimo presagio; en efecto, precedieron una inundación aterradora. Al volver años después y ver su casa en ruinas, ella entiende que el dolor de ver su antiguo hogar cayéndose a pedazos no es solo algo que le sucede a ella, que ella no es la única que siente dolor aquí. Ella entiende: su casa ha sentido dolor también, el dolor de su abandono.
La selva se ha devorado mi casa. Respiro. Sé que puedo caerme de rodillas y llorar, pero no quiero. […] Mi casa se ha vengado. Ya puedo despedirme. Amanece en el Marañón, mi casa se ve cada vez más pequeña, más pequeña, ya no se ve. Intuyo que no volveré. Mi espíritu tiene que crecer. Mi corazón acaba de ser devorado por la selva. Me despiden dos arcoíris al mismo tiempo, nacen en el río Nieva y se hunden en el Marañón. Son dos, al menos no son tres.
Al menos no son tres, dice, porque cada calamidad la recibe con una entereza que se acerca a lo que yo podría llamar integridad. Algo así como reconocer el valor de aquello que te sacude, o, como ella lo describe, “el instante sagrado en que te revuelca un olón”. El optimismo contraintuitivo de quien sabe que tal vez esto no esté tan mal, no porque podría ser peor, sino porque, ella no lo duda, “lo peor siempre está por venir”.
Esta integridad la encontramos, por ejemplo, en la dedicación con que se entrega a sus propios duelos. Ella se hace cargo de su dolor —como se hace cargo de todo— con intención e intensidad: se somete a diez días infernales de curación con hierbas en la selva para enfrentarse a sus cosas y, poco después, ante el dolor incomprensible de la pérdida de su amiga, emprende un ritual que los distraídos podrían llamar masoquista, pero que en realidad tiene todo el sentido del mundo. Cada mañana se sumerge, diez minutos por reloj, en el Pacífico tan frío tan brutal: “Le rezo al mar, me zambullo y grito como una demente bajo el agua, saco la cabeza otra vez, las olas parecen embestirme como en un juego. Es como tenerte, Doris de mi alma”.
Este es un libro que mira hacia atrás, sacando la línea de todas las chances, las tomadas y las perdidas, y que debido a esto está anclado en el presente, en este presente que ya no es un lugar mapeado. “Hemos jugado con el amor a la ruleta rusa, como si siempre fuese a haber más balas en el tambor”, dice, y con ella nos damos cuenta de que la vida no era una comedia romántica, que nunca lo fue, que ni siquiera tiene la linealidad trágica de la ópera; que la vida, en cambio, es una cacofonía gloriosa. “Algún día haré música con los sonidos que a nadie importan”, escribe María Luisa.
Creo yo que aquí ya lo ha hecho.
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