Poca épica: una hipótesis sobre lo que falta para que las calles se levanten
El propósito de estas líneas no será despotricar sobre el estado de la cuestión política, ni mucho menos ofrecer alternativas para superarla y revertirla. Nada que añadir respecto a lo primero, los motivos del rechazo son compartidos por todo el mundo; y tampoco a propósito de lo segundo, pues cualquier salida constitucional me resulta farragosa o esotérica.
Lo que quiero poner por escrito son algunas ideas breves alrededor de un tema vinculado y casi tan presente: ¿por qué, ante una calamidad tan extendida y manifiesta, la gente no sale a marchar a las calles?
Acabo de oír en una entrevista a Pedro Cateriano decir que una razón podría ser el desánimo provocado por la pobreza y la inflación. No estoy para nada de acuerdo. Me parece que la angustia económica es, más bien, un poderoso acicate para el malestar ciudadano, casi una bomba de tiempo: puede tardar —la gente es aguantadora—, pero si llegase a estallar por ese motivo los resultados podrían ser terribles.
En un interesante artículo publicado en la revista Ideele hace medio año —es decir, cuando recién íbamos por la mitad de esta calamidad— la socióloga Noelia Chávez Ángeles proponía los motivos que estarían detrás de la aparente desidia general. Cabe recordar que, al momento de publicar su texto, el Congreso no alcanzaba los niveles de miseria que hoy luce tan pancho.
Chávez Ángeles —si no estoy equivocado, quien acuñó el nombre-concepto ‘Generación del Bicentenario’ refiriéndose a los jóvenes que en noviembre del 2020 marcharon para sacar a Merino, y a quienes hoy, desde un cómodo paternalismo, exigimos que regresen a hacer lo que nos tocaría a todos— decía que, en primer lugar, siendo este un país de protestas reactivas antes que orgánicas, haría falta un profundo desacuerdo con el poder. Para entonces (febrero pasado) la autora consideraba que no se había dado un suceso que impactase más allá de la caída en las encuestas. Y que solo se percibió un rechazo más o menos extendido cuando se nombró un gabinete demasiado conservador, misógino e impresentable como el de Valer. O sea, una insatisfacción tolerable para una sociedad acostumbrada a gobernantes de morondanga. Sin embargo, podríamos pensar que desde entonces mucho huayco ha pasado bajo el puente: los escándalos en el Ejecutivo y en el Legislativo son incontables e indignantes.
La segunda razón —con la que concuerdo plenamente— sería que los encargados históricos de agitar el cotarro han sido las organizaciones sindicales y progresistas, muchos de cuyos líderes se plegaron pronto ideológica o incluso laboralmente al gobierno. Algunos aún le tienen fe, otros se mantienen caletas por conveniencia, y bastantes simplemente se hallan inactivos por tener rabo de paja. Castillo hizo movidas astutas y nombró en cargos públicos a personas claves para neutralizarlas. El antifujimorismo (No a Keiko, por ejemplo) parece haber perdido fuelle. Por otro lado, quienes han pasado a representar la oposición más visible pertenecen a la derecha más rancia, conservadora y facha, con unos voceros que nos harían mejor favor si volvieran para siempre al ostracismo. La gente no estaría dispuesta, dice la socióloga, a cambiar mediocridad por brutalidad.
Un tercer motivo sería la ausencia de (nuevos) líderes políticos o tecnocráticos que conecten con la población y puedan encausar el malestar. Y un cuarto y último, la falta de un mensaje claro, no saber contra qué luchar, la posibilidad de que lo que venga luego sea incluso peor.
Por mi parte, y recogiendo un poco de todos estos factores, me voy a permitir deslizar una sospecha. Y es esta: creo que a la reacción popular le faltan partes claves del relato. O, por usar un término bastante manido últimamente, la narrativa. Trataré de explicar mi punto.
Desde siempre las revoluciones y las protestas, las revueltas y las marchas han surgido del afán por lograr un cambio, por conquistar algo importante para sus integrantes. Ello al margen de si consiguieron sus cometidos o no. Tienen una naturaleza épica, son gestas colectivas.
Desde la Retórica aristotélica hasta la Introducción al análisis estructural de los relatos de Roland Barthes, pasando por los estudios de Jackobson, Propp o Campbell, quienes lo han estudiado mejor han evidenciado algunas características comunes en cualquier cuento. Por ejemplo, casi siempre hay un sujeto (héroe, príncipe, actante, da igual cómo lo reconozcamos) que ve amenazada su estabilidad (su casa, su reino, su vida), por lo que debe salir a la aventura y enfrentar uno o varios enemigos. En el camino recibirá la ayuda de algunos, y se enfrentará a otros. Al final, tras sufrir una transformación, logrará su propósito o morirá en el intento. Una versión simplona del modelo actancial de Julien Greimas nos muestra que a) hay un sujeto, b) una misión, c) una causa, quien o lo que lo impulsa, d) un destinatario, e) un ayudante, y f) un oponente. Esto funciona para el Nuevo Testamento y para Lightyear, así como para la Revolución Francesa o la Marcha de los Cuatro Suyos.
A la protesta local le faltan oponentes y ayudantes claros. Por un lado, a diferencia de las marchas por la restitución de los fiscales Vela y Barba o la oposición a los Fujimori o a Merino, el enemigo no es uno solo, sino toda la actual clase política. No tiene una cara reconocible, como tampoco la tienen los facilitadores en quienes apoyarse y confiar. Dicho de otra manera, hay un pueblo que se siente amenazado, que sabe que debe hacer algo al respecto, que está dispuesto a dar batalla; pero es difícil salir a pelear si no se tiene claro contra quién, ni se sabe qué oportunidades tenemos de recibir apoyo, si no existen paradigmas, adalides. El oponente es inmenso y multiforme, mientras el aliado sencillamente no existe. Acaso por ello, y pese a reunirse el resto de los elementos del relato, la épica no levanta vuelo.
Mientras no suceda ningún cambio y no podamos detestar mucho más a alguien en el gobierno o en el Congreso; y no aparezca un líder reconocible y alternativo (¿el Poder Judicial?), me temo que las opciones son dos: o quedarnos como estamos, preguntándonos unos a otros por qué no salimos a la aventura de marchar de una maldita vez; o que el hartazgo simplemente rompa los diques y optemos por echar a como dé lugar a toda esa manga de corruptos e ineptos que tenemos por políticos.
No estoy seguro de cuál será la alternativa que elijamos, pero creo que se revelará pronto, y espero que se trate de la menos violenta.
***
Estuve alejado seis meses de esta querida comunidad: un par de proyectos personales secuestraron mi tiempo y simplemente me desbordaron. Agradezco a mis compañeros jugueros por no solo tolerar mi ausencia, sino incluso apoyarla sabiendo que era necesaria; a la veintena de invitados que me reemplazaron los viernes (leyéndolos solía pensar que quizá les vendría mejor a los lectores que yo persistiese en el silencio); y, en especial, a aquellos que dijeron extrañarme: no importa si no es cierto, igual se sintió bonito.
Gracias. Nos vemos el próximo viernes. O no.
También está esto: las generaciones con formación política son cada vez menos numerosas. Cuatro de cada cinco peruanos son menores que tú. Diez de cada once son menores que yo.